Provincetown: un verano de business 1946
(English translation below, in "Comments")
El grupo más íntimo de españoles refugiados y el de los “españoles de España” recién llegados de visita, nos fuimos a veranear todos juntos durante el mes de agosto de aquel 1946, el primer verano sin guerra, a un pintoresco pueblecito en la punta de Cape Cod (el Cabo del Bacalao) en el Estado de Massachussets. Fue un verano de un tiempo espléndido. No recuerdo ni un solo día de lluvia. En una casa alquilada estábamos los seis miembros de nuestra familia: mi abuela, mi madre, Tatabel [Isabel García Lorca], mis dos hermanas y yo. En otra casa vivía la familia de los Ríos: tío Fernando y tía Gloria y sus madres, tía Laura, tío Paco y su hija Gloria, que iba a cumplir un año, a los que se había unido de España una prima hermana de tía Laura, Ritamaría Troyano de los Ríos y su esposo el ingeniero Carlos Fernández Casado. Ya van quince. En otra casa vivían Américo Castro y su simpatiquísima esposa, Carmen Madinabeitia, a los que habían venido a visitar, creo que de Barcelona, su hijo, nuera y nieta, y desde Madrid la hija, Carmen Castro con su esposo Javier Zubiri. Siete más. Los otros refugiados eran: el matrimonio Dacal/Ucelay y el matrimonio Texidor con su hijo Tito. También estaba el matrimonio del único estadounidense de todo el grupo, Dick Greenebaum, con su esposa Carmen de Zulueta, hija del que fue Ministro de la República y sobrina de Julián Besteiro con su hija Mimi de un año. Creo que hace un total de veintisiete personas.
Yo me quedé algo perplejo en aquel primer encuentro con españoles “de España”, o sea, españoles que no eran exilados. Notaba por lo que decían, y también por cómo se vestían, que tenían algo que nosotros no teníamos, pero carecían de lo que sí teníamos nosotros. Una cosa muy sutil y muy marcada al mismo tiempo, llamativamente imperceptible. Sin embargo sentirme diferente de ellos me produjo una extraña sensación, por un lado, sin quererlo, me estaban saliendo raíces americanas, pero, por otro, tenía una extraña sensación de que debía evitar el arraigo a toda costa.
El pueblecito, justo sobre el mar, tenía un pequeño puerto de pescadores. Muy cerca estaban las playas, las tranquilas del interior al oeste, en la bahía que formaba el cabo mirando hacia Boston, y las salvajes a mar abierto al este. Para llegar a estas últimas no había caminos hechos. Se tenía que atravesar a pie una especie de espina de dunas que recorría el cabo de norte a sur. Por el lado oeste, la subida de la duna era difícil por la poquísima estabilidad de la arena, pero una vez coronada, allí en lo alto, sorprendía la inmensidad azul, las gigantescas olas, la casi absoluta soledad. Tito Texidor y yo fuimos muchísimas veces de excursión a las playas casi prohibidas del este, con nuestra merienda, y creo que solamente en una ocasión vimos por la playa, a lo lejos, algún ser humano.
Aquel verano Tito y yo iniciamos nuestro primer negocio. Una mañana temprano, recién llegados y descargando ya los barcos de pesca en el puerto, nos dimos cuenta de que desechaban los ejemplares de las especies que no hubieran ido a pescar. Es decir, si el barco venía cargado de pescadilla y se había colado un calamar en la red, o un fletán o un chicharro, los echaban al muelle; pero había quien los recogía, como en los versos de Calderón. “Can I have that fish?” (¿Puedo llevarme ese pescado?) preguntaban, y algún pescador contestaba con un malhumorado: “Yeah”. El primer día Tito y yo nos decidimos a aplicar la fórmula petitoria. De un barco de jureles habían desechado varios calamares. “Can we have those fish, mister?” “Yeah” nos contestaron varias voces displicentes, y los cogimos para casa.
Más tarde, esa misma mañana, ya toda la troupe en la playa, menos las bisabuelas Troyano y Hoppe y mi abuela, contamos nuestra hazaña. “No puede ser, ¿qué os dejan coger el pescado? Pues mirar, mañana, si hay, nos traéis unos calamares.” ¡Nos llovían los encargos! “A ver si hay un lenguado, y si no una pescadilla”. Creo que fue a tío Paco, seguro, al que se le ocurrió la genialidad de decir: “Bueno, a Manolo y a Tito, habrá que darles una propinilla.” Allí que nos presentamos tempranito en el puerto a la mañana siguiente con nuestras bicicletas alquiladas, cada una con su cestito en el manillar para llevar “la carga” de desechos del muelle con los que iniciábamos nuestro prometedor negocio, y los ojos marcados por signos de dólar en movimiento como los del tío Gilito en los dibujos animados del cine. Nos extrañó no ver ningún calamar, pero la respuesta al misterio fue bien sencilla: buena parte de la tripulación de algunos de los barcos de pesca que habían entrado esa mañana era portuguesa, y los portugueses no decían “Yeah” cuando se les pedía un calamar, se lo guardaban. Para nuestra desgracia, los marineros portugueses nos habían dejado aquel día sin calamares y no tuvimos más remedio que conformarnos con repartir por las casas lo que buenamente pudimos coger, todo de excelente y fresquísima calidad. En cada casa nos daban unos veinte o veinticinco centavos, pero al día siguiente pudimos ampliar el negocio; nos diversificamos, se diría hoy, porque Carmen Madinabeitia, la simpatiquísima esposa de Américo Castro, nos dijo que ni ella ni su hija sabían limpiar pescado. Ni corto ni perezoso, como yo lo había visto hacer muchas veces en casa, me brindé a limpiárselo, pero eso, claro está, suponía ya otra propinilla. ¡A qué gitanescos regateos nos sometió durante todo el verano, matada de risa, la encantadora doña Carmen! Lo más difícil de limpiar era el calamar, un pescado frecuente en el muelle a pesar de la competencia portuguesa. Pero, aunque se necesitaba mucho cuidado para no romper la bolsa de tinta, llegamos a dominarlo.
Por las mañanas había en la playa tertulia de mayores, a la que de vez en cuando nos quedábamos Tito y yo, nada más que a escuchar. Xavier Zubiri era el que más hablaba y menos ropa se quitaba, ni los zapatos ni calcetines siquiera, sólo la chaqueta y la corbata. En la embocadura del bolsillo de todas las camisas que le vimos esa larga temporada playera llevaba bordadas sus iniciales, XZ, así que al famoso filósofo empezamos a llamarlo, entre nosotros, de broma, claro, “Mister ex why zee.”
14 comentarios:
Para los lectores que no sepan espanol, coloco esta rápida traducción al inglés...
Provincetown: A summer of Business, 1946
In August, that 1946, the first summer after the war, we got together with those of the Spanish refugees to whom we were closest, and with visiting “Spaniards from Spain” for a vacation together in a picturesque little town at the tip of Cape Cod, in the state of Massachusetts. The weather was splendid that summer, and I can’t remember even a single day of rain. The six members of our family rented a house together: my grandmother, my mother, Tatabel [Isabel García Lorca], my two sisters, and me. In another house was the De los Ríos family: Uncle Fernando and Aunt Gloria and their mothers, Aunt Laura, Uncle Paco and his daughter Gloria, who was about to turn one year old, and a cousin of my Aunt Laura, who had joined them from Spain, Ritamaría Troyano de los Ríos and her husband the engineer Carlos Fernández Casado. That makes 15. In another house were Américo Castro and his utterly charming wife, Carmen Madinabeitia, who were being visited – I think from Barcelona—by their son, their daughter-in-law, and granddaughter, and from Madrid by their daughter, Carmen Castro, with her husband Javier Zubiri. Seven more. The other refugees were Margarita Ucelay and her husband Ernesto Dacal, and the Teixidors, with their son Tito. Also, the couple with the only Yankee in the whole group, Dick Greenebaum, with his wife Carmen de Zulueta, the daughter of the former Minister of the Republic and the niece of Julián Besteiro, with their daughter Mimi, who was one year old. I think that makes a total of 27.
I felt a little perplexed in that first encounter with Spaniards “from Spain” – I mean Spaniards who weren’t living in exile. I could tell by what they said, and by the way they dressed, that they had something we didn’t, but they were missing things that we had. This was something very subtle and yet very prounounced; it was strikingly imperceptible. Feel myself different from them made me feel a bit strange. Without even wanting it to happen, I was growing American roots. But I had the strange feeling that I should do whatever it took to keep those roots from taking hold.
The little town, right on the sea, had a small fishing port. Nearby were the beaches-- the calm inner beach to the west, on the bay which forms the cape that faces Boston, and the wild beaches – open sea—to the east. To reach the latter there were no ready-made paths. You had to walk across the spine of sand dunes that ran from north to south. On the western side, it was hard to get up the dunes, the sand was so unstable, but once you were on top, the blue stretched out amazingly on all sides, with giant waves, and there was almost total solitude. Tito Texidor and I often went on trips to the beaches to the east, taking a picnic lunch to that almost forbidden place. I think only once did we see another person, far away down the beach.
That summer Tito and I started up our first business. One morning, early, when the fishing boats had just come in and were unloading at the wharf, we realized that they were throwing away all the fish from species they hadn’t meant to catch: the boat came in loaded with whiting and if squid or halibut or mackerel had gotten into the net they tossed it onto the dock. But there were people there to pick it up, as in the verses by Calderón. “Can I have that fish? (Puedo llevarme ese pescado?) they asked, and this or that fisherman would answer with a grunt: “Yeah.” On our first day Tito and I decided to try out the petitionary formula. From a boatful of mackerel, they had thrown away some squid. “Can we have those fish, mister? “Yeah, said a couple of grumpy voices, and we picked them up to take home.
Later, that same morning, with the whole troupe on the beach, except for great grandmothers Troyano and Hoppe and my own grandmother, we were telling about our feat. “You’re kidding, you mean they let you take the fish? Well listen, tomorrow, if you can get them, bring us some squid”. The orders came flooding in. “Let’s see if you can get sole, and if not some hake.” I think it was Uncle Paco, I’m sure it was, who had the genial idea – “Well, we’ve got to start tipping Manolo and Tito.” So the next morning early we were back at the wharf, with our rented bikes, baskets on the handlebars, to pick up the “cargo” of rejects– the fish we needed to start our budding business, and dollar signs in our eyes, like Scrooge McDuck in the cartoons. It was strange at first not to see squid, but there was a simple answer: most of the crew on the boats that came in that morning were Portuguese, and the Porgtuguese don’t say “Yes” when you ask them for a squid, they keep it for themselves. Unfortunately for us, the Portuguese sailors had left us without calamari, and we had to settle for delivering, door to door, whatever we could find, all of which was excellent and fresh. In every house they gave us twenty cents or a quarter, but the next day we were able to expand our business—we “diversified,” we would say today-- because the charming Carmen Madinabeitia told us that neither her nor her daughter knew how to clean fish. No problem—I had often seen it done at home, but that would mean another tip. Bursting with laughter, the Doña Carmen bargained like a gypsy, the whole summer. The hardest thing to clean was the squid, which we found quite often, despite the Portuguese competition. But, though it took some skill not to break the ink sac, we managed to master the technique.
Mornings on the beach, there was a gathering of the older people, and Tito and I sometimes stayed, just to listen. Xavier Zubiri was the one who spoke most and took off the least clothes—not even his socks and shoes, just the jacket and tie. On the pockets of all of the shirts we saw on him that long summer at the beach, he had the embroidered intials XZ. And the two of us began calling the famous philosopher—only kidding, of course—“Mister ex why zee”.
“Lo que en nosotros vive” toma su lugar entre otros libros biográficos / autobiográficos de la misma familia.
De Isabel García Lorca, “Recuerdos míos”:
http://tinyurl.com/6a7bjl
y de Tica Fernández-Montesinos, hermana de Manuel, “Notas deshilvanadas de una niña que perdió la guerra”:
http://www.granadahoy.com/article/ocio/79238/la/memoria/otro/tiempo.html
Hay que mencionar también el libro póstumo de Francisco García Lorca, “Federico y su mundo”, que editó magistralmente Mario Hernández en 1981, combinando ensayos críticos sobre la obra de Federico y capítulos biográficos.
Los tres libros evocan con nostalgia, humor, a veces tristeza, diversas épocas de una Granada que ya no existe, o que existe sólo en el recuerdo o en la imaginación del lector.
Adolfo, un sin fin de gracias por la traducción al inglés. Magnifica, como todo lo que haces.
Tex, gracias, tendría que haber puesto enlaces a esos libros.
Creía que estabas de veraneo y habías dejado el comentario académico para otros… ¿Te gustaron las fotos? Qué te pareció el texto de M.Montesinos? Ya que entras con tan buena información, quiero ahora tu opinión! Anda.
Por aquí no sólo ha refrescado sino que lleva lloviendo 3 días, fantástico para mis plantas.
No te molestaría lo que dije de Texas… me conoces.
Chiqui, aunque no he estado nunca en Provincetown, el texto de Montesinos me ha encantado y lo comentaré cuando tenga un momento (estoy cerca de Houston y nos preocupa el huracán --Dolly-- que se acerca.) Las fotos son preciosas, sobre todo las antiguas (veo que son de 1940 o 1942). No, ya no estoy de vacaciones. Y ya puse los enlaces. Oye, y ¿que es eso de “dejar lo académico para los otros?” Por quién me tomas?
Chico, que sensible. No tengo nada en contra de los académicos…pero la verdad es que hay pocos como tú, ya sabes: el fútbol, el baseball, las parrilladas, las margaritas – no me refiero a las del campo- lo de vivir en territorio vaquero...
OK. Me voy a ver las noticias, no creas que no estoy pendiente de ese huracán. Tienes planes, por si la cosa se pone muy fea?...los libros!
“Federico y su mundo”. Traducido al inglés –“In the Green Morning”-- por un buen amigo mío. Os dejo la portada, con una foto bellísima de los dos hermanos, viajando en ese tren que muchos añoramos.
http://www.flickr.com/photos/21126237@N03/2696240875/
Verdaderamente nostálgico y, como todo lo nostálgico cuando atañe a la misma esencia de un buen autor, muy tierno y emotivo en la simpleza de la vida que describe. Aunque supongo que para quien conozca a fondo los relevantes personajes de los que se habla será doblemente valioso y mucho menos simple.
Me ha gustado mucho, prima.
Realmente este tipo de recuerdos despierta inevitablemente en todos recuerdos semejantes de un pasado plagado de ilusión donde todo se vivia con intensidad, todo era novedoso y cada ocurrencia se ponía en práctica con el ímpetu de la juventud.
El escenario no nos es conocido, pero la nostalgia que despierta este relato es universal y genuina.
Estoy con la prima,me ha gustado mucho, y emocionado también.
Afortunado Fernandez Montesinos que pudo vivir aquello, y sobretodo que puede recordarlo con tanta nitidez y trasmitirlo con tanta sencillez, brillante y cercana sencillez.
Queridas “Tu Prima” y Prozac, qué gusto veros por aquí… En efecto, el elenco sería familiar a aquellos que vivieron el exilio después de la Guerra Civil…. o los que habitamos estas costas norteamericanas en donde se refugiaron, para suerte nuestra, esos exiliados, que fueron algunos de los que más hicieron para crear la España vibrante de las primeras tres décadas del siglo XX. En este país dejaron un legado de pasión e inteligencia del que muchos de nosotros hemos aprendido hasta el día de hoy. Los enlaces de Chiqui os pueden ayudar a entender mejor quienes eran, y le doy las gracias por haberlo hecho tan bien como siempre.
Found this on You Tube. From an old film on Lorca’s death, with an interview where Fernandez-Montesinos speaks about his father’s and his uncle’s death in the context of the Civil War.
http://www.youtube.com/watch?v=O1kRat_f4gE
Queridas PROZAC y PRIMA. Veo que las dos coincidís en la ‘sencillez y claridad’ con que se expresa Manolo Montesinos. Para los que lo hemos escuchado, puedo decir que leerlo es oírlo. Excelente comunicador, ameno y ocurrente…esto le viene de herencia familiar.
Nietzsche, que opinó sobre todo, hasta el punto de ser odioso, dijo - entre otras cosas - sobre la escritura:
"Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación."
"El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente."
Esto lo cumple, de sobra, Lo que en nosotros vive.
Tadeusz, qué interesante. Es una pena que no tenga subtítulos en español. Gracias, sé que estás sin Internet!. Buenas vacaciones.
Chiqui, good stuff. Thanks.
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