Con cautela plantamos la planta trepadora al otro lado de nuestra valla, en el jardín de Mimi. Aunque hacía más de tres años que había vuelto a su antigua residencia -- después del intento de vivir sola en el 2008 -- nos pareció en esos días haber visto señales de vida en la casa rosada: esta vez, la cama de hospital con la cabecera elevada, en la habitación que da a nuestro jardín. Pensé con optimismo que era un gesto amigable, quizás para subsanar la hostilidad que había mostrado a los intrusos que ocupaban ahora la casa en que los Solman habían vivido durante décadas. No que se llevara bien con ellos; las rarezas de Mimi se habían arraigado --como ahora su jardín lo hacía-- en las casas cercanas a la suya. Por eso plantamos esa hortensia trepadora, para ver si nos olvidábamos de las ruinas desoladas del jardín. La cautela era para evitar que Mimi no nos amenazara por haber pisado su propiedad.
Esperaríamos a que floreciera, quizás en junio. Mientras tanto, los rododendros de la casa de Mimi acababan de florecer. Su color fucsia resaltaba la palidez del rosa de la casa. Qué buena señal, que con sus primeras flores Mimi hubiera vuelto a casa. Pensar que cuando volvió la primera vez yo creía que lo hacía para morir… La primavera empezaba a traernos esperanzas y la casa rosada despertó en mí un nuevo interés; buscaba tras sus persianas aunque fuera la sombra de Mimi. Más de tres años vacía, la había mirado con frecuencia cuando la melancolía me acosaba; la casa me tranquilizaba-- raro ¿verdad? Quizás no; ella me superaba en historias felices y tristes, y sobre todo en añoranzas y soledades. La vuelta de Mimi me hizo sentir un futuro de buenos augurios.
La semana pasada, una llamada de la vecina de enfrente. Mimi acababa de morir. No en su casa. En la residencia. No había vuelto.
Queridísima
Estrella: Te mando este enlace y noticia por si te interesara para tu blog.
Nosotros estamos ya plenamente instalados en este precioso barrio de Chamberí,
lleno de tiendas pequeñas y de vida. Se ven rostros de muchos países: bellas
eslavas, moras cejijuntas, moros finos y guapos (no sé de qué país), hispanas
variadas, desde el Paraguay a Ecuador o Perú. Patricia dice que la raza
española va a mejorar. Tal vez. Cuando hace años yo volvía de Europa,
Inglaterra, Alemania o Francia, siempre me parecieron los españoles, en
general, más guapos. Hablo, claro está, de la media. Ahora yo no defendería ni
medias ni enteras, pero después de un mes en Alemania, por mis veinte o
veintiún años, a mí me parecían bellas hasta las piedras del campo y las esquinas
de las casas. Lo cierto es que Chamberí sí tiene ese aire de pueblo vital que
Madrid transmite en las olvidadas páginas de Mariano de Cavia, o en las de
Ramón Gómez de la Serna y en lasde tantos otros. Aquí cerca aún
queda una plazoleta que solo tiene árboles en el centro, como hace treinta o
cuarenta años. En ellos y por los tejados se oye el modulado silbo de los
mirlos (cuando las motos no los apagan), y he visto hasta una ventana que solo
daba al cielo, en el borde de un edificio, toda llena de macetas con flores.
Quizá tenía detrás una terraza, pero lo cierto es que era una ventana sin
habitaciones o muros detrás; solo con cielo. Quedan muchas preciosas casas del
XIX, que se comen con su sobria o graciosa elegancia a los monstruos de la
segunda mitad del XX, cuando se apostó por los balcones de cemento o el cristal
raso e inhumano cubriendo todas las caras. Luego, en otras plazas y glorietas,
han llegado los artistas «internacionales», españoles o no, y han plantado sus
engendros, como bajo esas miserables torres KIO, al fin de la Castellana, que
enmarcan un erguido pintalabios dorado, escultura-obelisco de ese arquitecto
con estudio en Zurich cuyo nombre no recuerdo ni quiero recordar. Allí había
hace años unos álamos espectaculares, que un día vi marchar, con la raíces al
aire, en un camión. El progreso se los había comido. No se han atrevido con el
pobre monumento a Calvo Sotelo, que hace guardia, semiborrado, bajo la triste
enseña del pintalabios con pujos de obelisco de oro.
Salidos
de Serrano, de donde nos han echado las termitas, llegar a este barrio es como
reencontrarse con lo que hemos sido. El granito y los escaparates han apagado
todo en ese barrio de dinero, pero la verdad es que nuestra casa, pequeña o
mínima, está en el centro de toda la ciudad. Aquí, aunque un poco lejos,
estamos más a trasmano. Tú te salvaste al retreparte en lo alto del barrio de
Salamanca, lejos de la sequedad máxima del granito.
Patricia
está terminando de arreglarse. Hoy es fiesta de la Comunidad, con el recuerdo
del levantamiento contra los franceses en 1808. Todo queda muy lejos y diluido.
Mientras tanto, el país (en el que aún confiamos, porque nos va en ello la
vida) se va rarificando, adelgazando, volatilizando.
A Juan Ramón Jiménez le gustaba pensar que sus versos recogían, como los de Bécquer, la voz del pueblo. Se olvida a veces de su amor por la copla y el romance, en parte por la imagen de un Juan Ramón neurótico, 'esquisito', que quería encerrarse en una torre de marfil con las paredes cubiertas de corcho. Imagen contra la que luchaba el propio Juan Ramón:
Mi 'apartamiento', mi 'soledad sonora', mi 'silencio de oro', que tanto se me han echado siempre en cara, y tanto me han metido conmigo en una supuesta 'torre de marfil', que siempre vi en un rincón de mi casa y nunca usé, no los aprendí de ninguna falsa aristocracia, sino de la única aristocracia verdadera. / Los aprendí desde niño, en Moguer, del hombre del campo, del carpintero, del afilador, del talabartero, del albañil, del marinero...
Sin duda, el canto-- y el cante--del pueblo formaría parte de esa soledad sonora, y, paradójicamente, de su silencio de oro.
Hace poco llegó en el correo un hermosísimo regalo que pone en relieve las raíces populares de la poesía de Juan Ramón. Se trata de un libro y CD, Juan Ramón y el flamenco, colaboración de la cantaora Rocío Márquez y el profesor Francisco Robles Rodríguez: deliciosa introducción cantada, y bien pensada, a un Juan Ramón que pocos conocen. Acompañada por el guitarrista Juan José Rodríguez Millán (Niño de Brenes) y la recitadora Amalia Sánchez, canta Rocío siguiriyas juanrramonianas:
Seré siempre tuya
me dijo en un beso.
Y entonces sonaron con tristes gemidos
campanas de muerto.
y un "tango guajira":
Cuando lloraba yo tanto / cuando yo tanto sufría, / mis penas, solo mis penas / fueron constantes amigas...
El CD--dulzura, delicia--se publica con un texto ejemplar de Francisco Robles que no sólo estudia a Juan Ramón y el flamenco, sino que nos da una lúcida introducción a toda la obra del poeta, una guía excelente para el que quiera adentrarse en el laberinto de una extensísima obra.
En otra ocasión, en su visita a Boston, pudimos ver con qué gracia y qué fuerza Rocío siente y transmite la poesía -- la suya propia, la de Lorca, de Miguel Hernández, la del cante en general. Juan Ramón y el flamenco lo vuelve a demostrar, de modo memorable. "Cantiñas en lo más alto del deseo", dice Robles hablando del arte de JRJ y de Rocío. Y es cierto.
¿Por qué el alma llora tanto, / muerta para sus amores,/ si sabe que hay otro llanto / temblando entre las flores?
La voz de Rocio Márquez, traspasa paredes de corcho y torres de marfil.