jueves, junio 25, 2009

SWEET JOHN BOHLINGER

Una mañana más miré por la ventana del segundo piso. Ahí estaban: como dos centinelas desnudos, cansados, mohosos; suplicando que lo hiciera de una vez. Ya el verano anterior no habían dado hojas, pero yo andaba deprimida y pensé que, con todo derecho, después de tantos años, esos hermosos árboles podían haberse declarado en huelga…Así me sentía yo. Esperaríamos hasta la próxima primavera. Pero esa mañana lo vi claro, y cuando yo veo algo claro no hay quien me detenga.

En el periódico de “Green Hills” - vivíamos en Nasville, 1991-92 (?) - se anunciaba una empresa con todo tipo de garantías y experiencia; a las ocho del día siguiente vendrían dos de sus mejores hombres a encargarse del trabajo. No dejarían ‘ni una viruta’ de lo que todavía eran dos hermosos ejemplares.
Eran las 11 de la mañana del día siguiente; yo con mis esperanzas perdidas. El ruido quejoso de una camioneta me hizo salir a la puerta. Los expertos, más parecidos a “the odd couple”, se acercaban sonrientes a saludarnos: una larga soga enroscada en el hombro del pelirrojo, y un par de serruchos, era todo lo que traían. ¡No podía ser!… La abierta sonrisa, la soltura y gracia con que se movía el más joven nos tranquilizó.
Cortaron los árboles a lo Tarzan, y entre intermedios de ‘ice te’ y agua fresca, nos enteramos que eran ‘compositores, músicos’. Esperaban, como otros muchos, su entrada a la fama del Country Music. Entre tanto se ganaban, malamente, la vida haciendo de todo lo que salía: camareros, jardineros… Para cuando se despedían, John - “sweet John” - se marchaba con un oficio más que añadir a su currículo de pluriempleo: profesor de guitarra y bajo de mis dos hijos.

Las mejores cosas llegan así, disfrazadas. Al que sabe reconocerlas lo llamamos ‘afortunado’. Pues, nuestra familia, con la llegada de John, ganó en fortuna.

Creo que fueron dos años en los que John, semanalmente, venía a casa y en el sótano se reunía con los chicos. En un principio se oía más charla y risas que notas musicales, hasta el día que, ‘they jammed’. Era una delicia oírlos. Fue entonces cuando Jonh, con su carisma, empezó a insinuar su despedida: “Mi trabajo ha acabado aquí”, “ya no tengo más que enseñarles”, “tocan mejor que yo”. Así era; así sigue siendo --me consta-- John Bohlinger.
Propuso reunirse con ellos ‘to jam’; cobrar le parecía injusto! Increíble: para entonces ya empezaba a tener fama y estaba solicitado, no necesitaba dar clases. Recuerdo que, viendo que lo perdíamos, mi hijo menor le pidió que si le podía enseñar a tocar el banjo; Jonh soltó una de sus contagiosas carcajadas; un viejo amigo suyo, Aaron Barnhart, la describe así: “It’s hoarse and rolls out like exhaust, in big plumes, an irresistible one-man track”. Lo retuvimos unas semanas más enseñándole a Pablo “lo poquito” - según él - que sabía de este instrumento.

Nos seguimos viendo, pero cada vez menos: sus viajes, ‘giras acompañando a los famosos’, eran cada vez más frecuentes. Me encontraba con su entonces mujer, Sherry, y su hijo August - un querubín de cinco años que tenía la delicada belleza de su madre y la personalidad seductora del padre. La veía triste… Como todo el que conocía a John, Sherry tenía la certeza de que se haría famoso. Con el tiempo, ella tendría una finca con caballos a las afueras de Nashville; su sueño. En los prolongados viajes de John - que lo llenaba todo- ese sueño le debió de consolar. Eran muchos los días que él pasaba “on the road” - más de la mitad del año - para que los sueños de toda la familia se realizaran. Días de trabajo y noches de soledad también para él.

Para entonces mis hijos, junto con otros amigos, habían formado un grupo. Tocaban en el colegio y restaurantes populares entre los adolescentes del área. El grupo se disolvió cuando los componentes empezaron sus estudios universitarios en distintos puntos del país. De ese grupo quedó un CD que acabo de encontrar hoy, después de casi quince años y varias mudanzas: de Nashville a Chicago y de allí a Boston..

En el pasado he buscado a Jonh en “google”. Me alegraba ver como triunfaba, sin que su humildad y bondad disminuyeran. Fue en estas visitas a Internet como me enteré - sabía que había estudiado en Coumbia University - que se había graduado con los más altos honores que se otorgan…Lo cuenta John en sus entrevistas riéndose y diciendo que, ‘como es un poco disléxico’, el complejo le hizo trabajar mucho, por eso los honores. Tampoco sabía que después de su maestría en Inglés continuara sus estudios, dejando sin acabar un doctorado en psicología; o que hubiera pasado un año en Honduras enseñando en un orfanato’ El hogar del Amor y Esperanza’; todo esto teniendo en cuenta que a los 21 se había casado con el amor de sus años colegiales ; muy pronto nacería August. Abandonarían NY City por el aislamiento y morriña que Sherry sentía y por las condiciones en que vivían – Harlem y sin dinero para acabar el mes - no era lo que querían para el pequeño August.




Casi al mismo tiempo que nosotros llegamos a Nashville, llegó la familia Bohlinger. Conducían un viejo V W, tipo furgoneta, donde - nos confesó - habían pasado noches y días cuando no podían pagar ni hoteles ni vivienda. Todavía lo veo, aparcado a la derecha de la casa; si mal no recuerdo, era color verde lima.

Hoy, buscando antiguos CDs, me encuentro con el de mis hijos. En la sección de agradecimientos: a John Bolinger, que tanto les dio. Desde que nos mudamos a Boston -- ¡cinco años ya!-- No había tenido noticias de Johnny B (como lo llaman sus amigos). Ahí estaba: un breve tecleo y la vida de John se presenta ante mi con una mezcla de esperanza y tristeza: primero la noticia del divorcio de la pareja. No me sorprendió, me desilusionó. Pero no estaba preparada para la muerte del pequeño August. Pequeño - como lo recuerdo - pero murió, de una "overdose", casi a la misma edad que su padre tenía cuando él nació (1988-2007). De su padre había heredado su sangre gitana. John solía decir que él tenía algo de ‘gipsy’ y por eso “Augui his gipsy son”.
El inconsolable padre, entre remordimiento y dolor, sonríe cuando al identificar el cadáver de su hijo ve que en los pies todavía quedan briznas de hierba. Señal de que sus últimas horas las pasó descalzo, en un parque, ‘como un gitano real’.

Mirando las fotos de estos últimos años veo al John de siempre. En algunos You Tubes - después de la muerte de Augui - la mirada ida, la sonrisa forzada. A los 43 , ha decidido que la vida sigue. Otra vida, pero seguro que la vivirá con la alegría que le pueda sacar.

Esta es la sexta temporada que actua como ‘band leader’ del programa “Nashville Star” en la cadena de NBC (un derivado de “American Idol”). Sus canciones y música se puede oír en innumerables programas de televisión y películas. Como escritor ha coeditado un libro de cuentos de famosos de la Música Country, “Guitar and Pen”, participando también como autor de algunos de ellos.
Se casó en Noviembre del 2008 con Megan Mullins, una joven ‘prodigio’ de la música Country. Qué ella lo sepa apreciar.




Sin duda, esta es la entrada del blog que más me ha costado escribir. Siento no tener la facilidad y el talento para poder recoger en estos renglones algo tan especial y único como la esencia de “our sweet John Bolinger”. Y si llega a tus manos, John, sé que nos recordarás y sonreirás como sól tú lo sabes hacer.
La canción que elegiste para despedirte de August, te la dedicamos hoy a ti.

Un abrazo, amigo.
Danny, Pablo, Christopher, Maria Estrella.



NOTA:Thanks Aaron Barnhart for posting ‘God made him a gypsy’ from winch I have learned so much.

Entrevista: http://www.youtube.com/watch?v=zowK4GCBGcc

Album:http://www.youtube.com/watch?v=LHdvmIC2-Zg&feature=related



El blog de Estrella: http://chiquitin52.blogspot.com/2008/08/mi-volvo-940-station-wagon-1995.html (About Nashville)

viernes, junio 19, 2009

LAS PUERTAS. Leda Schiavo

Leda no necesita presentación en este blog.
Tengo la suerte de compartir hoy con ustedes una de sus narraciones; resultado de su reciente experiencia.

La Leda directa, reflexiva e inquietante de siempre. Qué la disfruten.


Hace poco decidí volver a vivir en la casa donde nací, después de un periplo que me llevó por los mares del mundo durante treinta años. Al lado de lo mío, el viaje de Ulises, que tardó veinte años en volver a Itaca, es una pavada. Odisea, la mía, aunque su viaje llene las bibliotecas y todos lo admiren. A mí, ni siquiera el perro me reconoció, como hizo Argo con Ulises, porque claro, después de 30 años, era otro perro y no el fiel compañero de mi infancia. La nodriza hacía rato que estaba en el cementerio y no se pudo fijar en mis cicatrices, como hace Euriclea, porque las mías, en el fondo, no eran más que psicológicas.

Pero dejémonos de odiosas comparaciones y vayamos a lo que quiero contar. Para conjurar a los fantasmas que habitan la casa, en la que ya vivían mis abuelos y en la que fueron muriendo uno a uno, después de ellos, tíos, tías, primos, progenitores, bastardos de confusa progenie, perros, canarios, y hasta los caracoles que criaba mi abuelo, me dediqué a derribar paredes y a ampliar así los ambientes, digamos que para personalizar la casa. Tiré abajo una pared de la cocina, para unir cocina y comedor, uní dos dormitorios demoliendo la pared intermedia. En fin, para no entrar en detalles, les diré que derribé todas las paredes que pude.

Cuando uno tira abajo las paredes, le quedan sin destino fijo las puertas intermedias. Las mías son unas bellas puertas de madera maciza y, al sacarlas, las fuimos apilando en la terraza cubierta que hay en el fondo. Hicimos de todo, revocar lo dañado, lijar, enduir, pintar, luchar a brazo partido con la humedad, pulir los pisos; cubrimos todas las etapas que este tipo de refacciones impone.

Las puertas siguen allí, contra la pared de la terraza, apiladas en forma vertical. Fui tirando o regalando las cosas, pero no pude desprenderme de las puertas. Cada vez que paso las miro y cada vez que las miro se me estruja el corazón. Esas puertas que ya no conducen a ninguna parte son como una metáfora de la vida: primero cumplen una clara función, están ahí, nadie las cuestiona; luego pasan a ser inútiles, a ser una carga física y metafísica.

Siguen estando ahí y yo no quiero tirarlas, ni regalarlas; son viejas pero son hermosas, y han vivido, han cumplido con su papel. El problema es que ahora cuestionan la realidad, como los cuadros de Magritte. Por ejemplo, ese cuadro que tiene una ventana con un vidrio roto, y el vidrio reproduce en el suelo el mismo paisaje que se ve por la ventana.

Las puertas apiladas contra la pared representan el pasado y el futuro, el lado de acá y el lado de allá, lo vivido y el porvenir, aunque no tienen presente. Ante una puerta sacada de sus bisagras se te presenta el dilema de no saber en qué tiempo estás cuando mirás el vano, hay como un vacío que te chupa hacia el delantal del colegio, el triciclo, los patines, la calesita o hacia lo desconocido, el resumidero, le gouffre.

El vano de la puerta no existe, no se puede definir si no se habla del marco que lo contiene. El vano es el presente, que no es.
Por eso son tan inquietantes esas puertas apiladas, y hasta que no resuelva esta pesadilla, las tengo que dejar ahí, hermosas por vulnerables; etéreas, circunscribiendo el vacío.
Leda Schiavo.






Otras narraciones de Leda en el blog:

junio 2008: Reencuentro a altas horas de la noche

22 octubre 2007: LEDA

27 julio 2007: Cortazar, Baudelaire, el tango y yo

19 junio 2007: Las pasiones

23 marzo 2007: Equinoccio

Enero 2007: Poema. Tríptico

miércoles, junio 17, 2009

ADOLFO DESDE MADRID


Te escribo, querida Chiqui, desde Madrid, encantado con todo esto que tenía bien olvidado. Una amiga incomparable me ha dejado su piso, que me permite compararlo todo y hablarte de algunas cosas que deben parecer totalmente normales a los que viven aquí, pero que llaman la atención a un ‘yanqui’.
En estos primeros días he visto mucho; a unos metros de casa está el metro y la línea 16, entre otras. El transporte público es excelente. Dime tú, ¿cómo se logra un servicio tan superior al norteamericano a la mitad de precio?
Paso por el Retiro donde están desmontando las casetas de la Feria del Libro, veo árboles que tenía olvidados... son tan hermosos los chopos de aquí. Por la calle Serrano, construcción a escala sorprendente. Big Dig. Pero “Big” de verdad. Por todas partes, vallas móviles de construcción, polvo, tierra removida. Busco artefactos del Madrid del XVII, me limpio los zapatos (comprados para este viaje), busco una explicación en la red y leo que se está “remodelando” la calle Serrano desde la puerta de Alcalá hasta María de Molina: “tendrá 21.300 metros cuadrados más de aceras, 3.000 plazas de aparcamiento en subterráneo en lugar de 952 en superficie y otros 813 árboles”. Hace tiempo que no veo obras a esta escala. ¿Y con esta crisis económica? ¿Quién paga todo esto? Según el alcalde, el coste – unos 102 millones de euros—saldrá no del presupuesto municipal sino de la explotación de los aparcamientos subterráneos.
Una mina de oro. Y, claro, instalarán también un carril para las bicicletas…

Entro en una librería especializada en literatura (¡!) -- la Librería Antonio Machado-- y admiro obras de otro tipo. Pregunto primero por la sección de poesía y en vez de estar escondida en un rincón de la tienda (como en Barnes and Noble), ocupa un lugar prominente, al lado de la caja. Detalle que me conmueve. Hojeo tres nuevas antologías de poesía, las de Antonio Colinas, Andrés Soria, Francisco Rico… tomo apuntes como si volviera a mis años estudiantiles. Sigo curioseando. Volveré.
En el parque que veo desde el balcón, o en la terraza del bar, qué mezcla de edades, de condiciones sociales, qué cantidad de niños que gritan, madres que conversan, perros, el matrimonio mayor, la pareja de jóvenes… Despiertan curiosidad: y ése quién será, y esos dos?
El mercado de enfrente - mercado de Chamartín – es una joya. En Estados Unidos, este mercado de barrio, con sus 7 pescaderías y sus 23 (¡) carnicerías, sería una atracción turística. Aquí es el mercado del barrio. Me acerco a este “Duden”, este diccionario ilustrado y animado - almejas, besugo, bígaro, bogavante…- para acordarme no sólo de cómo se llaman las cosas sino de lo que ES el pescado, lo que son las frutas y legumbres, pues desde hace mucho veo en los supermarkets sus equivalentes virtuales, sus caricaturas insípidas, insulsas: el melocotón que tiene el mismo color, pero no el mismo olor o sabor. Estoy acostumbrado a las frutas “you-get-the-idea” que no saben a nada.

Pero te dejo, Chiqui. Las comparaciones, ya sabes…
Salgo otra vez para disfrutar de todo esto. Saludos al blog!

.

domingo, junio 07, 2009

MARIO HERNÁNDEZ: "EL CRISTO DE VELAZQUEZ" DE UNAMUNO


Escribe Rafael Argullol, en el Boomeran(g) - uno de mis sitios favoritos en la Red - sobre ‘El ostracismo de Dios’ . En la siguiente entrada, nos cuenta una anécdota (difícil de creer) que ilustra la ignorancia de las nuevas generaciones sobre la imaginería cristiana en el arte. Un joven pregunta, ante un cuadro del descendimiento: “¿Quién es el que está en el suelo”?

Mientras que estas cosas ocurren, hay estudiosos y escritores que dedican esmeradamente su tiempo al rescate y divulgación de una cultura que, si en su día fue popular, ahora interesa a una selecta minoría. Fruto de esto es la nueva edición de “El Cristo de Velázquez “de Unamuno. El texto del poema, pulcramente editado por Mario Hernández, va acompañado de un estudio monográfico del hispanista Christopher Maurer. Dos amigos de este blog.


Se trata de una edición artesanal que, no por milagro - porque no creo que existan - se puede comprar por sólo ¡18 euros!

El volumen principal de la edición ha sido compuesto y encuadernado con procedimientos manuales en los talleres de la Imprenta Artesanal [del Ayuntamiento de Madrid]. Estos procesos suponen composición manual de textos con tipo móvil Ibarra, impresión en máquina tipográfica y encuadernación artesanal en todos los procesos, desde el plegado y la costura a las tapas hasta la estampación.”

También puede ser de interés esta entrada a los ‘quejosos’ del
blog de Félix de Azua. Aunque este libro no demuestra que Velásquez ‘no fuera mujer’, si que demuestra que su Cristo fue ‘todo un Hombre’.

Aquí les dejo la presentación de Mario Hernández en la Feria del Libro de este año.







Mario Hernández
Un Cristo español de Unamuno



En 1742 aparece en Londres, publicada en paladino español, una guía artística para viajeros, bajo el curioso título de Las ciudades, iglesias y conventos en España donde hay obras de los pintores y estatuarios eminentes españoles, puestos en orden alfabético, con sus obras, puestas en sus propios lugares, por don Palomino Velasco y Francisco de los Santos. Era el impresor un Henrique Woodfall, como se firma, castellanizando (o aportuguesando) su mismo nombre. El despojador de los dos autores mencionados queda en el anonimato, pero cabe sospechar que si su interés artístico coincidía con el de los despojados, no así su fe religiosa, pues el segundo autor queda detraído de su condición de miembro de la Orden de los Jerónimos, con lo que se dificulta levemente su identificación. En todo caso el editor londinense había extraído las noticias prácticas sustanciales de dos libros eminentes y clásicos: del célebre tratado de Antonio Palomino de Castro y Velasco, El museo pictórico y escala óptica, del que cita por su primera edición (1715 y 1724), y de la obra del P. Fray Francisco de los Santos, Descripción breve del monasterio de S. Lorenzo el Real del Escorial, única maravilla del mundo, fábrica del rey Philippo segundo..., editado por primera vez en la Imprenta Real de Madrid en 1657.

Dirigiéndose al posible lector, el editor encomiaba en su prólogo las «inestimables joyas en Pinturas y Dibuxos» que estarían «en las manos de los Aficionados y otros en aquel grande reino, no solo no conocidas o nunca vistas, pero ni aun imaginadas por los Estrangeros». El libro se proponía, pues, como guía para quien era definido como «virtuoso caminante», pero al servicio también de «los que habitan en España». Sería el primero un turista avant la lettre, un partícipe caprichoso del Gran Tour, antes de que el Romanticismo europeo decidiera cruzar sistemáticamente los Alpes y los Pirineos para adentrarse por palacios, iglesias y jardines de Italia o de España. Ese hombre avisado tendría en la mano una lista útil de obras maestras y de los lugares donde podían ser vistas. Su noble condición acaso le permitiría el acceso a aquellos lugares, algunos de ellos claramente vedados a curiosos sin altas cartas de presentación. Podría en todo caso saber que en el Palacio del Buen Retiro de Madrid se hallaba «un Quadro del Aguador, de mano de Don Diego Velázquez de Silva», más otro «de Vulcano, quando Apolo le notificó su desgracia, en el adulterio de Venus con Marte», de la misma autoría. Había también, continuaba la enumeración, «un Quadro historiado, de la toma de una Plaza por el señor Don Ambrosio Espínola, para el Salón de las Comedias, y es de mano de don Diego Velázquez». Seguían otras menciones de pinturas, por ejemplo en la escalera «que sale al Jardín de las Reynas, por donde sus Magestades baxan a tomar los coches», y se nombraban «países», es decir, paisajes, en sobrepuertas y ventanas, al igual que «un gran quadro de la batalla del Arcángel San Miguel, contra la rebeldía de Lucifer», pintado por el napolitano que era conocido como Lucas Jordán. La lista saltaba en otro momento a las obras que se hallaban en Palacio, es de suponer que en el viejo alcázar de los Austria, que había ardido en 1734, antes de que la primera edición de este libro (¿1739?) llegara a la imprenta. Allí, según esa lista, se encontraba «la Coronación de nuestra Señora, que estaba en el Oratorio del Quarto de la Reyna en Palacio, y es de mano de Diego Velázquez», más un «Quadro grande, con el retrato de la Señora Emperatriz (entonces Infanta de España), Doña Margarita María de Austria, siendo de muy poca edad; y es de mano de Diego Velázquez, y colocose en el Quarto baxo de su Magestad, en la Pieza del Despacho, entre otros excelentes». Se hablaba también de cuadros que estaban o habían estado en la conocida como Galería del Cierzo, seguramente por los vientos cortantes que enviaría la sierra de Guadarrama hasta aquellas ventanas.

La mirada se extendía luego por iglesias, conventos, calles y casas nobles, con detalles como que en poder del Duque de Arcos se hallaba «el retrato de Don Adrián Pulido Pareja, de mano de Don Diego de Silva Velázquez»; que en el Barrio del Barquillo, en una esquina, había «una imagen de nuestra Señora en fresco, de mano de Joseph Romaní», que en la capilla de nuestra Señora del Buen Consejo había «quatro Quadros de flores o frutas», de Juan de Arellano, y, finalmente, para no extenderme más, que en el convento de San Plácido, «en la clausura ay un Quadro, de Christo Crucificado, difunto, del tamaño natural, de mano de Don Diego Velázquez de Silva». El convento aludido corresponde a la iglesia y monasterio de benedictinas de San Plácido de Madrid, conocido también con el nombre de la Encarnación Benita y situado en la calle de San Roque, con vuelta a las de Pez y Madera Baja, según las guías actuales. En todo caso, ese conocido cuadro, que hoy atesora el Museo del Prado, es el tema indirecto de este acto y, sobre todo, del libro que presentamos, debido a don Miguel de Unamuno y Jugo, publicado por primera vez en la editorial Calpe, en 1920, con un dibujo en la misma cubierta que copiaba modestamente la célebre pintura velazqueña.
Si para hablar de El Cristo de Velázquez, que es el sencillo y directo título del libro de Unamuno, me he remontado a una guía de 1742 (no desconocida por los especialistas), es para hacer patente algo que el hombre actual olvida: la funcionalidad primera del arte, que nosotros admiramos, sacralizada y casi despojada de sus referentes, en las paredes de los museos. Lo que hoy recorremos bajo la asepsia de cartelas, números y catálogos fue en su día una representación de seres recordados, una historia mítica que ilustraba una sala o unas figuras e historia piadosas ante las que alguien podía postrarse para orar. Las pinturas mencionadas en ese libro londinense estaban todavía, en gran medida, ligadas a los lugares y funciones para los que habían sido creadas, de modo que solo en un segundo plano eran consideradas obras de arte sometidas a unas normas dictadas por los más esclarecidos maestros. Vale decir que en la tradición popular hispánica algunos de esos cuadros han seguido manteniendo esa primera función en el culto religioso privado. Casi no es necesario mencionar las reproducciones o estampas de las Inmaculadas de Murillo o de ciertas Vírgenes del Greco, pero entran en la misma estirpe las imágenes del Cristo velazqueño. Sabemos, por ejemplo, que Unamuno poseía una pequeña reproducción del cuadro en blanco y negro, que a su muerte se encontró entre las páginas de su ejemplar del Nuevo Testamento en griego, y cabe incluso sospechar que los contrastes de luz y sombra que traslada a su poema, como ejes cromáticos esenciales, procedan más de ese tipo de reproducciones que de la visión directa del cuadro en los muros del Prado.

Al mismo tiempo, de la vieja lista y de estos últimos datos se deduce algo también esencial: Velázquez no solo forma parte de una tradición española más que evidente, pese a los despojos y pérdidas sufridos, sino que la visión del mundo que poseemos como pueblo, o como suma de pueblos, de España y de América, está conformada por las imágenes creadas por algunos de los máximos artistas occidentales, como el mismo don Diego de Silva Velázquez. Unamuno eligió el cuadro velazqueño para su meditación lírica por diversas razones, pero una de ellas, y central, reside en que lo veía como representación plástica que encarnaba la fe de esa comunidad cultural que llamamos España. Lo dijo con claridad en el primer fragmento de su poema-libro:

«No me verá dentro de poco el mundo,
mas sí vosotros me veréis, pues vivo
y viviréis» --dijiste; y ve: te prenden
los ojos de la fe en lo más recóndito
del alma, y por virtud del arte en forma
te creamos visible. Vara mágica
nos fue el pincel de don Diego Rodríguez
de Silva Velázquez. Por ella en carne
te vemos hoy. Eres el hombre eterno
que nos hace hombres nuevos. Es tu muerte
parto. Volaste al cielo a que viniera,
consolador, a nos el Santo Espíritu,
ánimo de tu grey, que obra en el arte
y tu visión nos trajo. Aquí, encarnada
en este verbo silencioso y blanco,
que habla con líneas y colores, dice
su fe mi pueblo trágico. Es el auto
sacramental supremo, el que nos pone
sobre la muerte bien de cara a Dios.

El poeta y pensador Miguel de Unamuno se remonta a dos inmensos modelos: por un lado, la pintura de crucificados, y, dentro de ella, al sereno y aplomado en la muerte Cristo de San Plácido; por otro, al auto sacramental, que aparece nombrado como forma teatral, pero, sobre todo, como escenificación de la relación del hombre con lo divino. Pero ese auto comienza, como todo relato mítico, con una encarnación. Sobre la imagen evangélica de la Anunciación del ángel, Unamuno plasma su interpretación primera del cuadro: Velázquez no fue más que el mediador que trasladó al lienzo, verbo del arte, la fe de un pueblo.

El libro unamuniano no es un libro ni fácil ni sencillo. Para colmo, es un libro que hunde sus raíces en eso que hoy algunos mencionan despectivamente como la cultura judeocristiana. Para los que no saben lo que dicen, para los bárbaros de hoy, recordaré tan solo una frase de Jorge Luis Borges: «En Occidente hay dos pueblos que hacen la Historia: los hebreos y los griegos. Podríamos imaginar que, si los vascos no existiesen, no habría grandes cambios. Sin embargo, si los griegos o los hebreos no hubiesen existido, la Historia sería completamente diferente». El gran escritor argentino, que podía ser caprichoso y tendencioso en este o aquel punto, repitió en diversas ocasiones la misma primordial convicción. Por ejemplo:

Roma no existiría sin Grecia. Digo «Civis romanus sum», pero, al
fin de todo, ¿qué es Roma sino una prolongación de Grecia? No se concibe...,
no sé..., Lucrecio, sin los filósofos griegos; la Eneida, sin la Ilíada y la
Odisea. Somos griegos realmente. Yo diría que todos los hombres occidentales
son esencialmente judíos y griegos; porque sin la Biblia no existiríamos;
sin Platón y los presocráticos, tampoco. [...] Y nosotros mismos estamos
hablando en un dialecto del latín. Y el latín..., la literatura latina no se
concibe sin la griega.

Miguel de Unamuno, profesor de griego, filósofo y poeta, trató de fundir esas inmensas tradiciones en su obra; y de modo especial en este libro unitario, concebido como un poema único, donde volcó esperanzas, saberes y sentimientos, y con el que logró una obra capital de la expresión lírica de nuestra lengua. Lo hizo apartado de capillas y movimientos, a trasmano de las vanguardias, con un tipo de escritura que en su misma presentación (y que se lo digan, si no, a los sufridos cajistas de la Imprenta Artesanal) imitaba los libros antiguos, con sus notas dispuestas en los márgenes, como un modo de acompañamiento, más que de ilustración erudita al pie solo para estudiosos. Como un discurso o ensayo de los siglos xvi, xvii o xviii, el libro se abre en sus márgenes al mundo del que se nutre, fuentes bíblicas del Antiguo y Nuevo Testamento, que le dan esa textura de inmenso puzzle o mosaico de citas comentadas, glosadas, incorporadas al canto meditativo. Apenas hay tiradas líricas que se sostengan en sí mismas sin ese apoyo dialogante. Entre ellas destaca uno de los más altos pasajes del libro, el fragmento iv de la Primera Parte, sostenido inicialmente por una cita del Cantar de los cantares y otra de Santa Catalina de Siena. Es sin duda alguna una de las cimas de la poesía unamuniana, capaz de hacer callar a todos los que dudaron o dudan de su buen oído (cuando quiso), de su altísima capacidad de poeta. Valga solo recordar los versos iniciales de esa hermosísima tirada de endecasílabos blancos:

¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?
¿Por qué ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno cae sobre tu frente?
Miras dentro de Ti, donde está el reino
de Dios; dentro de Ti, donde alborea
el sol eterno de las almas vivas.
Blanco tu cuerpo está como el espejo
del padre de la luz, del sol vivífico;
blanco tu cuerpo al modo de la luna
que muerta ronda en torno de su madre,
nuestra cansada vagabunda tierra;
blanco tu cuerpo está como la hostia
del cielo de la noche soberana,
de ese cielo tan negro como el velo
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno.

Miguel de Unamuno, como consignó Rubén Darío, como repitió Luis Cernuda, es, desde su misma rara singularidad, uno de los grandes poetas de nuestra lengua. Darío, que lo bautizó como «pelotari en Patmos» (con San Juan el Vidente al fondo), lo dijo en términos que merecen ser recordados:
Con ser muy castellano su vocabulario y muy castizo su misticismo, le encontraremos cierto aire nórdico que hace, a veces, que algunos de sus poemas parezcan traducidos de poetas de ojos azules. Ese aire nórdico se explica también sabiendo que el cantor es originario de las provincias vascongadas y que su gravedad es de raza. Por eso también su desdén por lo superfluo y su desprecio por lo frívolo...

Unamuno es] un poeta, un fuerte poeta. Su misma técnica es de mi agrado. Para expresarse así hay que saber mucha armonía y mucho contrapunto. Lo que parece claudicación es uso de sabio procedimiento. Y notar que entre sus poemas que parecen recitados de súbito, entre [aplicación] rara, consciente versolibrismo, suelen brotar profundos y melodiosos sones de órgano que habrían regocijado al salmista. Eso es lo que más gusto en él, sus efusiones, sus escapadas jaculatorias hacia lo sagrado de la eternidad
Cernuda hallaría en él a nuestro mayor poeta del siglo xx, lo que a veces se ha juzgado más como un gesto de desdén hacia Juan Ramón Jiménez que como un elogio centrado en el poeta vasco. Desde hace años he llegado a pensar que en realidad Cernuda rescataba en Unamuno una línea de pensamiento y estilo poéticos a los que él llegó en su madurez, línea más ligada a una tradición «nórdica» (dejemos el adjetivo en esa indefinición) que mediterránea o, sobre todo, francesa. No es cuestión de extenderse ahora sobre ello, pero baste decir que es parte del debate poético de todo el siglo xx en español.

Christopher Maurer, a quien hoy sustituyo en esta presentación, sintetiza algunos de los problemas que he expresado y el exacto contexto histórico del libro unamuniano en una página de oro que antecede a esta edición de la Imprenta Artesanal del Ayuntamiento de Madrid. Este gran hispanista, que ha recorrido las universidades de Harvard, Vanderbilt, Chicago y Boston, siempre trabajando a favor de la cultura española, se ha expresado en términos con los que hoy quiero terminar este acto:

Si para Miguel de Unamuno «creer» es «crear», es en El Cristo de Velázquez, su gran libro poético de 1920, donde «crea» con mayor pasión y atrevimiento. Durante más de tres años (1913-1916), inspirado por el más bello o luminoso de los Cristos españoles, Unamuno pone en movimiento todos los recursos de la poesía para crear un Cristo «español y universal», de una presencia y fuerza no inferiores al Cristo velazqueño. El lector acostumbrado al Unamuno agónico —el Del sentimiento trágico de la vida y San Manuel Bueno mártir, el metaliterario de Niebla y el intelectual que vive ante todos en perpetua contradicción y paradoja—, entra, con El Cristo de Velázquez, en un ambiente más sereno, como si dejara la luz de una calle ruidosa por el silencio y frescura de una catedral. Aquí la poesía tiene usos más antiguos. Unamuno recuerda el origen sagrado y las fuentes bíblicas de la poesía y la dirige de
nuevo hacia propósitos religiosos: el de unir a los hombres y el de dar realidad
a un Cristo que pueda hacer familiar lo desconocido y salvarnos de la muerte.
Nos recuerda El Cristo de Velázquez que el poeta es «hacedor»; que lo primero
que hizo la poesía fue crear a los dioses; y que ha de seguir con ese proceso,
dando nueva realidad a lo divino.

Madrid, Feria del Libro, 2 de junio de 2009