Escribe Rafael Argullol, en el Boomeran(g) - uno de mis sitios favoritos en la Red - sobre ‘El ostracismo de Dios’ . En la siguiente entrada, nos cuenta una anécdota (difícil de creer) que ilustra la ignorancia de las nuevas generaciones sobre la imaginería cristiana en el arte. Un joven pregunta, ante un cuadro del descendimiento: “¿Quién es el que está en el suelo”? Mientras que estas cosas ocurren, hay estudiosos y escritores que dedican esmeradamente su tiempo al rescate y divulgación de una cultura que, si en su día fue popular, ahora interesa a una selecta minoría. Fruto de esto es la nueva edición de “El Cristo de Velázquez “de Unamuno. El texto del poema, pulcramente editado por Mario Hernández, va acompañado de un estudio monográfico del hispanista Christopher Maurer. Dos amigos de este blog.Se trata de una edición artesanal que, no por milagro - porque no creo que existan - se puede comprar por sólo ¡18 euros!
“El volumen principal de la edición ha sido compuesto y encuadernado con procedimientos manuales en los talleres de la Imprenta Artesanal [del Ayuntamiento de Madrid]. Estos procesos suponen composición manual de textos con tipo móvil Ibarra, impresión en máquina tipográfica y encuadernación artesanal en todos los procesos, desde el plegado y la costura a las tapas hasta la estampación.”
También puede ser de interés esta entrada a los ‘quejosos’ del blog de Félix de Azua. Aunque este libro no demuestra que Velásquez ‘no fuera mujer’, si que demuestra que su Cristo fue ‘todo un Hombre’.
Aquí les dejo la presentación de Mario Hernández en la Feria del Libro de este año.Mario Hernández
Un Cristo español de Unamuno
En 1742 aparece en Londres, publicada en paladino español, una guía artística para viajeros, bajo el curioso título de Las ciudades, iglesias y conventos en España donde hay obras de los pintores y estatuarios eminentes españoles, puestos en orden alfabético, con sus obras, puestas en sus propios lugares, por don Palomino Velasco y Francisco de los Santos. Era el impresor un Henrique Woodfall, como se firma, castellanizando (o aportuguesando) su mismo nombre. El despojador de los dos autores mencionados queda en el anonimato, pero cabe sospechar que si su interés artístico coincidía con el de los despojados, no así su fe religiosa, pues el segundo autor queda detraído de su condición de miembro de la Orden de los Jerónimos, con lo que se dificulta levemente su identificación. En todo caso el editor londinense había extraído las noticias prácticas sustanciales de dos libros eminentes y clásicos: del célebre tratado de Antonio Palomino de Castro y Velasco, El museo pictórico y escala óptica, del que cita por su primera edición (1715 y 1724), y de la obra del P. Fray Francisco de los Santos, Descripción breve del monasterio de S. Lorenzo el Real del Escorial, única maravilla del mundo, fábrica del rey Philippo segundo..., editado por primera vez en la Imprenta Real de Madrid en 1657.
Dirigiéndose al posible lector, el editor encomiaba en su prólogo las «inestimables joyas en Pinturas y Dibuxos» que estarían «en las manos de los Aficionados y otros en aquel grande reino, no solo no conocidas o nunca vistas, pero ni aun imaginadas por los Estrangeros». El libro se proponía, pues, como guía para quien era definido como «virtuoso caminante», pero al servicio también de «los que habitan en España». Sería el primero un turista avant la lettre, un partícipe caprichoso del Gran Tour, antes de que el Romanticismo europeo decidiera cruzar sistemáticamente los Alpes y los Pirineos para adentrarse por palacios, iglesias y jardines de Italia o de España. Ese hombre avisado tendría en la mano una lista útil de obras maestras y de los lugares donde podían ser vistas. Su noble condición acaso le permitiría el acceso a aquellos lugares, algunos de ellos claramente vedados a curiosos sin altas cartas de presentación. Podría en todo caso saber que en el
Palacio del Buen Retiro de Madrid se hallaba «un
Quadro del Aguador, de mano de Don Diego Velázquez de Silva», más otro «de
Vulcano, quando Apolo le notificó su desgracia, en el adulterio de Venus con Marte», de la misma autoría. Había también, continuaba la enumeración, «un
Quadro historiado, de la toma de una
Plaza por el señor Don Ambrosio Espínola, para el Salón de las Comedias, y es de mano de don Diego Velázquez». Seguían otras menciones de pinturas, por ejemplo en la escalera «que sale al Jardín de las Reynas, por donde sus Magestades baxan a tomar los coches», y se nombraban «países», es decir, paisajes, en sobrepuertas y ventanas, al igual que «un gran quadro de la batalla del Arcángel San Miguel, contra la rebeldía de Lucifer», pintado por el napolitano que era conocido como Lucas Jordán. La lista saltaba en otro momento a las obras que se hallaban en Palacio, es de suponer que en el viejo alcázar de los Austria, que había ardido en 1734, antes de que la primera edición de este libro (¿1739?) llegara a la imprenta. Allí, según esa lista, se encontraba «la Coronación de nuestra Señora, que estaba en el Oratorio del Quarto de la Reyna en Palacio, y es de mano de Diego Velázquez», más un «Quadro grande, con el retrato de la Señora Emperatriz (entonces Infanta de España),
Doña Margarita María de Austria, siendo de muy poca edad; y es de mano de Diego Velázquez, y colocose en el Quarto baxo de su Magestad, en la Pieza del Despacho, entre otros excelentes». Se hablaba también de cuadros que estaban o habían estado en la conocida como Galería del Cierzo, seguramente por los vientos cortantes que enviaría la sierra de Guadarrama hasta aquellas ventanas.
La mirada se extendía luego por iglesias, conventos, calles y casas nobles, con detalles como que en poder del Duque de Arcos se hallaba «el retrato de Don Adrián
Pulido Pareja, de mano de Don Diego de Silva Velázquez»; que en el Barrio del Barquillo, en una esquina, había «una imagen de nuestra Señora en fresco, de mano de
Joseph Romaní», que en la capilla de nuestra Señora del Buen Consejo había «quatro Quadros de flores o frutas», de
Juan de Arellano, y, finalmente, para no extenderme más, que en el convento de San Plácido, «en la clausura ay un Quadro, de Christo Crucificado, difunto, del tamaño natural, de mano de Don Diego Velázquez de Silva». El convento aludido corresponde a la iglesia y monasterio de benedictinas de San Plácido de Madrid, conocido también con el nombre de la Encarnación Benita y situado en la calle de San Roque, con vuelta a las de Pez y Madera Baja, según las guías actuales. En todo caso, ese conocido cuadro, que hoy atesora el Museo del Prado, es el tema indirecto de este acto y, sobre todo, del libro que presentamos, debido a don Miguel de Unamuno y Jugo, publicado por primera vez en la editorial Calpe, en 1920, con un dibujo en la misma cubierta que copiaba modestamente la célebre pintura velazqueña.
Si para hablar de El Cristo de Velázquez, que es el sencillo y directo título del libro de Unamuno, me he remontado a una guía de 1742 (no desconocida por los especialistas), es para hacer patente algo que el hombre actual olvida: la funcionalidad primera del arte, que nosotros admiramos, sacralizada y casi despojada de sus referentes, en las paredes de los museos. Lo que hoy recorremos
bajo la asepsia de cartelas, números y catálogos fue en su día una representación de seres recordados, una historia mítica que ilustraba una sala o unas figuras e historia piadosas ante las que alguien podía postrarse para orar. Las pinturas mencionadas en ese libro londinense estaban todavía, en gran medida, ligadas a los lugares y funciones para los que habían sido creadas, de modo que solo en un segundo plano eran consideradas obras de arte sometidas a unas normas dictadas por los más esclarecidos maestros. Vale decir que en la tradición popular hispánica algunos de esos cuadros han seguido manteniendo esa primera función en el culto religioso privado. Casi no es necesario mencionar las reproducciones o estampas de las Inmaculadas de Murillo o de ciertas Vírgenes del Greco, pero entran en la misma estirpe las imágenes del Cristo velazqueño. Sabemos, por ejemplo, que Unamuno poseía una pequeña reproducción del cuadro en blanco y negro, que a su muerte se encontró entre las páginas de su ejemplar del Nuevo Testamento en griego, y cabe incluso sospechar que los contrastes de luz y sombra que traslada a su poema, como ejes cromáticos esenciales, procedan más de ese tipo de reproducciones que de la visión directa del cuadro en los muros del Prado.
Al mismo tiempo, de la vieja lista y de estos últimos datos se deduce algo también esencial: Velázquez no solo forma parte de una tradición española más que evidente, pese a los despojos y pérdidas sufridos, sino que la visión del mundo que poseemos como pueblo, o como suma de pueblos, de España y de América, está conformada por las imágenes creadas por algunos de los máximos artistas occidentales, como el mismo don Diego de Silva Velázquez. Unamuno eligió el cuadro velazqueño para su meditación lírica por diversas razones, pero una de ellas, y central, reside en que lo veía como representación plástica que encarnaba la fe de esa comunidad cultural que llamamos España. Lo dijo con claridad en el primer fragmento de su poema-libro:
«No me verá dentro de poco el mundo,
mas sí vosotros me veréis, pues vivo
y viviréis» --dijiste; y ve: te prenden
los ojos de la fe en lo más recóndito
del alma, y por virtud del arte en forma
te creamos visible. Vara mágica
nos fue el pincel de don Diego Rodríguez
de Silva Velázquez. Por ella en carne
te vemos hoy. Eres el hombre eterno
que nos hace hombres nuevos. Es tu muerte
parto. Volaste al cielo a que viniera,
consolador, a nos el Santo Espíritu,
ánimo de tu grey, que obra en el arte
y tu visión nos trajo. Aquí, encarnada
en este verbo silencioso y blanco,
que habla con líneas y colores, dice
su fe mi pueblo trágico. Es el auto
sacramental supremo, el que nos pone
sobre la muerte bien de cara a Dios.
El poeta y pensador Miguel de Unamuno se remonta a dos inmensos modelos: por un lado, la pintura de crucificados, y, dentro de ella, al sereno y aplomado en la muerte Cristo de San Plácido; por otro, al auto sacramental, que aparece nombrado como forma teatral, pero, sobre todo, como escenificación de la relación del hombre con lo divino. Pero ese auto comienza, como todo relato mítico, con una encarnación. Sobre la imagen evangélica de la Anunciación del ángel, Unamuno plasma su interpretación primera del cuadro: Velázquez no fue más que el mediador que trasladó al lienzo, verbo del arte, la fe de un pueblo.
El libro unamuniano no es un libro ni fácil ni sencillo. Para colmo, es un libro que hunde sus raíces en eso que hoy algunos mencionan despectivamente como la cultura judeocristiana. Para los que no saben lo que dicen, para los bárbaros de hoy, recordaré tan solo una frase de Jorge Luis Borges: «En Occidente hay dos pueblos que hacen la Historia: los hebreos y los griegos. Podríamos imaginar que, si los vascos no existiesen, no habría grandes cambios. Sin embargo, si los griegos o los hebreos no hubiesen existido, la Historia sería completamente diferente». El gran escritor argentino, que podía ser caprichoso y tendencioso en este o aquel punto, repitió en diversas ocasiones la misma primordial convicción. Por ejemplo:
Roma no existiría sin Grecia. Digo «Civis romanus sum», pero, al
fin de todo, ¿qué es Roma sino una prolongación de Grecia? No se concibe...,
no sé..., Lucrecio, sin los filósofos griegos; la Eneida, sin la Ilíada y la
Odisea. Somos griegos realmente. Yo diría que todos los hombres occidentales
son esencialmente judíos y griegos; porque sin la Biblia no existiríamos;
sin Platón y los presocráticos, tampoco. [...] Y nosotros mismos estamos
hablando en un dialecto del latín. Y el latín..., la literatura latina no se
concibe sin la griega.
Miguel de Unamuno, profesor de griego, filósofo y poeta, trató de fundir esas inmensas tradiciones en su obra; y de modo especial en este libro unitario, concebido como un poema único, donde volcó esperanzas, saberes y sentimientos, y con el que logró una obra capital de la expresión lírica de nuestra lengua. Lo hizo apartado de capillas y movimientos, a trasmano de las vanguardias, con un tipo de escritura que en su misma presentación (y que se lo digan, si no, a los sufridos cajistas de la
Imprenta Artesanal) imitaba los libros antiguos, con sus notas dispuestas en los márgenes, como un modo de acompañamiento, más que de ilustración erudita al pie solo para estudiosos. Como un discurso o ensayo de los siglos xvi, xvii o xviii, el libro se abre en sus márgenes al mundo del que se nutre, fuentes bíblicas del Antiguo y Nuevo Testamento, que le dan esa textura de inmenso puzzle o mosaico de citas comentadas, glosadas, incorporadas al canto meditativo. Apenas hay tiradas líricas que se sostengan en sí mismas sin ese apoyo dialogante. Entre ellas destaca uno de los más altos pasajes del libro, el fragmento iv de la Primera Parte, sostenido inicialmente por una cita del Cantar de los cantares y otra de Santa Catalina de Siena. Es sin duda alguna una de las cimas de la poesía unamuniana, capaz de hacer callar a todos los que dudaron o dudan de su buen oído (cuando quiso), de su altísima capacidad de poeta. Valga solo recordar los versos iniciales de esa hermosísima tirada de endecasílabos blancos:
¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?
¿Por qué ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno cae sobre tu frente?
Miras dentro de Ti, donde está el reino
de Dios; dentro de Ti, donde alborea
el sol eterno de las almas vivas.
Blanco tu cuerpo está como el espejo
del padre de la luz, del sol vivífico;
blanco tu cuerpo al modo de la luna
que muerta ronda en torno de su madre,
nuestra cansada vagabunda tierra;
blanco tu cuerpo está como la hostia
del cielo de la noche soberana,
de ese cielo tan negro como el velo
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno.
Miguel de Unamuno, como consignó Rubén Darío, como repitió Luis Cernuda, es, desde su misma rara singularidad, uno de los grandes poetas de nuestra lengua. Darío, que lo bautizó como «pelotari en Patmos» (con San Juan el Vidente al fondo), lo dijo en términos que merecen ser recordados:
Con ser muy castellano su vocabulario y muy castizo su misticismo, le encontraremos cierto aire nórdico que hace, a veces, que algunos de sus poemas parezcan traducidos de poetas de ojos azules. Ese aire nórdico se explica también sabiendo que el cantor es originario de las provincias vascongadas y que su gravedad es de raza. Por eso también su desdén por lo superfluo y su desprecio por lo frívolo...
Unamuno es] un poeta, un fuerte poeta. Su misma técnica es de mi agrado. Para expresarse así hay que saber mucha armonía y mucho contrapunto. Lo que parece claudicación es uso de sabio procedimiento. Y notar que entre sus poemas que parecen recitados de súbito, entre [aplicación] rara, consciente versolibrismo, suelen brotar profundos y melodiosos sones de órgano que habrían regocijado al salmista. Eso es lo que más gusto en él, sus efusiones, sus escapadas jaculatorias hacia lo sagrado de la eternidad
Cernuda hallaría en él a nuestro mayor poeta del siglo xx, lo que a veces se ha juzgado más como un gesto de desdén hacia Juan Ramón Jiménez que como un elogio centrado en el poeta vasco. Desde hace años he llegado a pensar que en realidad Cernuda rescataba en Unamuno una línea de pensamiento y estilo poéticos a los que él llegó en su madurez, línea más ligada a una tradición «nórdica» (dejemos el adjetivo en esa indefinición) que mediterránea o, sobre todo, francesa. No es cuestión de extenderse ahora sobre ello, pero baste decir que es parte del debate poético de todo el siglo xx en español.
Christopher Maurer, a quien hoy sustituyo en esta presentación, sintetiza algunos de los problemas que he expresado y el exacto contexto histórico del libro unamuniano en una página de oro que antecede a esta edición de la Imprenta Artesanal del Ayuntamiento de Madrid. Este gran hispanista, que ha recorrido las universidades de Harvard, Vanderbilt, Chicago y Boston, siempre trabajando a favor de la cultura española, se ha expresado en términos con los que hoy quiero terminar este acto:
Si para Miguel de Unamuno «creer» es «crear», es en El Cristo de Velázquez, su gran libro poético de 1920, donde «crea» con mayor pasión y atrevimiento. Durante más de tres años (1913-1916), inspirado por el más bello o luminoso de los Cristos españoles, Unamuno pone en movimiento todos los recursos de la poesía para crear un Cristo «español y universal», de una presencia y fuerza no inferiores al Cristo velazqueño. El lector acostumbrado al Unamuno agónico —el Del sentimiento trágico de la vida y San Manuel Bueno mártir, el metaliterario de Niebla y el intelectual que vive ante todos en perpetua contradicción y paradoja—, entra, con El Cristo de Velázquez, en un ambiente más sereno, como si dejara la luz de una calle ruidosa por el silencio y frescura de una catedral. Aquí la poesía tiene usos más antiguos. Unamuno recuerda el origen sagrado y las fuentes bíblicas de la poesía y la dirige de
nuevo hacia propósitos religiosos: el de unir a los hombres y el de dar realidad
a un Cristo que pueda hacer familiar lo desconocido y salvarnos de la muerte.
Nos recuerda El Cristo de Velázquez que el poeta es «hacedor»; que lo primero
que hizo la poesía fue crear a los dioses; y que ha de seguir con ese proceso,
dando nueva realidad a lo divino.
Madrid, Feria del Libro, 2 de junio de 2009