
Uno de esos días, día caluroso de primavera, vi calle abajo a mi tía con un grupo que vestía de negro. Llevaban cestas, un balón y mantas. Eran vecinos de mis abuelos y amigos de la menor de mis tías. Se les acababa de morir un hermano: el padre de Manolín, el niño de la foto que viste de negro. Lo miré con curiosidad, parecía otro niño, nunca me había fijado en él y ahora lo veía como algo único. Intenté imaginar cómo me quedaría el negro: sabía que me estaban haciendo un par de vestidos; me los habían probado a escondidas de mi madre y era ‘un gran secreto’. Siempre me ilusionaron los vestidos que mi madre me hacia: recuerdo en una ocasión -mi padre tenía una tienda- que me hizo uno del material de los sacos de azúcar, o era arroz? Adornándolo después con tiras bordadas en blanco. Nadie en el barrio tenía nada parecido. Me temo que, incluso estos vestidos negros, despertaron en mi cierto misterio e importancia. No sé hasta que punto me daba cuenta el pago que requerían.
Esa tarde, lloriqueándole a mi tía, conseguí que me llevara de merienda a las afueras de mi barrio con ellos. Pero no sin antes lavarme la cara, manos, rodillas y ponerme el abrigo para tapar los lamparones que el vestido tenía. Ahí está la foto. No recuerdo mucho más, pero a partir de aquel día Manolín y yo fuimos inseparables. Yo visitaba a mi abuela y jugábamos en La Plaza del Pato, o él se escapaba calle arriba hasta llegar a la Magdalena. Se diría que nos considerábamos ‘novios’ por afinidad y entendimiento de nuestras penas.
Cuando murió mi madre pasaba el día, y a veces la noche, en casa de mi abuela. El tabique de su cocina daba al dormitorio de Manolin: bajando al segundo piso cuando todos dormían recuerdo haber dado con los nudillos en esa pared y con frecuencia haber oído una respuesta. Mi abuela acabó instalando un catre en ese rincón de la cocina, sin saber porqué “la niña se ha encaprichado en dormir ahí.”
Todo llega a su fin, y como todos los finales que no los trae la muerte, hubo un tiempo de desapego. Viernes Santo sería: estábamos sentados en el balcón, balanceando las piernas que colgaban entre los barrotes. ¿Quién pudiera recordar la conversación que nos traeríamos a los ocho años? Por aquello del ruido, nos hablábamos al oído. Al otro lado del balcón, mi hermano - unos años mayor que yo - con sus amigos. Nosotros sentados en las frescas baldosas y ellos de pie. Mi hermano, sujetándose a la barandilla y extendiendo los brazos se echó hacia atrás; mirando a Manolín le grito : ¡Eh, cuidado con lo que haces que te estoy viendo! Yo no entendí; por un momento pensé que se refería a que iba a perder los zapatos con el balanceo. Manolín algo pilló porque dejó de hablar. Se alejó de mí lo que sus piernas atrapadas le permitieron, se puso nervioso y antes de que llegará el primer paso, sin decir nada, se levantó y se fue. Mi hermano, mi gran protector en esos tiempos, quedó satisfecho…yo confundida.
Desde aquel día, cuando Manolín me veía en la calle se metía en el portal de su casa. Mis golpecitos dejaron de tener respuesta.
Concluí que el luto pasa y con él la magia, las ilusiones, el dolor…pero la aventura queda en el recuerdo y en este caso, por fortuna, en una foto.