De jóvenes, y no tan jóvenes, la llamábamos soñadora, idealista, romántica, contestataria… Le incomodaban los adjetivos, no se identificaba con ellos. Ahora me doy cuenta de cómo la simplificábamos. Con el tiempo aprendí que se le podía alabar si uno lo hacía con cierta ironía que ella recogía para montar un juego de disparates. Era ingeniosa, nos hacia reír, pero sabía cuando pasar el protagonismo a otro. Podía acaparar la atención del grupo y con la misma facilidad te hacía sentir que eras el centro de atención de todos. Te presentaba a otros con justas y comedidas palabras para acabar diciéndoles lo imprescindible que eras en la vida…
Las fiestas y cenas en su casa empezaron a ser menos frecuentes. A mí, en particular, no me extrañaba; estamos tan ocupados…Además, desde que se jubiló su marido pasaban la mitad del año fuera. Fue a la vuelta de uno de estos viajes que me encontré con ella a la salida de una conferencia. Llevaba prisa y prometió llamarme para ponernos al día. Nunca lo hicimos.
Un año después ahí estábamos, en el salón de otros íntimos amigos que celebraban su cincuenta aniversario. Una extensa familia, amigos y colegas llenaban el amplio y abierto espacio. Los brindis, la música y el ruido de los críos en la sala contigua era más de lo que yo podía soportar. Cogí la cámara y me aparté a una de las esquinas del salón. Subida en una banqueta empecé a sacar fotos, buscaba caras conocidas. Las fotos pasarían a mi colección personal; otro fotógrafo mejor equipado que yo se movía entre el gentío haciendo a los invitados posar en pareja o grupo. Qué bien salvarme del objetivo de su cámara, pensaba yo en el momento que la divisé en el centro del salón. Era ella, brillaban sus hermosos ojos negros, casi febriles. Parecía que la emoción la traicionaría y rompería a llorar de un momento a otro. Estaba colgada del brazo de su marido que al mismo tiempo apoyaba su mano derecha en las manos prietamente entrelazadas de ella. Capturé la hermosa escena.
El anfitrión daba las gracias a los presentes por acompañarlos en ocasión tan única. Acabó con un brindis para “ellos” --situados en el centro del salón-- los próximos en celebrar su cincuentenario. Sin soltar la mano de ella agradeció él con un sobrio movimiento de cabeza los aplausos del grupo. Ella se sonrojó y sin dejar de sonreír miraba con inquietud a un lado y otro. Apretó con más fuerza el brazo del marido. Creí ver unas lágrimas.
Han pasado casi dos años y nunca celebramos aquel aniversario anunciado. Después de un tiempo de preocupantes silencios, nos acabamos de enterar que no reconoce a nadie, ni siquiera a él. Está ingresada en una residencia para enfermos de Alzheimers.
Ahora, mirando la foto, me asombra lo torpe que fui al confundir lo que sus ojos revelan claramente: no, no era emoción lo que desprendían, era miedo.
¿A cuántos nos reconocería aquel día? Si es que reconoció a alguien.
¿A cuántos nos reconocería aquel día? Si es que reconoció a alguien.