Acabo de regresar de un viaje a Nueva York. La mujer que iba sentada a mi lado en el avión, que leía la misma revista que yo (The New Yorker), me preguntó de dónde era. A veces me lo preguntan antes de que abra la boca, o sea, antes de notar mi acento extranjero, que tampoco identifican nunca; debo confesar que según la cara del que me pregunta digo que soy griega, pakistaní, turca, israelí, palestina, paraguaya y hasta noruega. Lo que suena más exótico es “paraguaya”. En Buenos Aires nadie cometería el error de preguntarme de dónde soy, pero casi todos cometen el acierto de comentar “¿usted vive afuera, no?” “Afuera” significa ‘en el extranjero’. Me explican que tengo un aire extranjero, aunque hable como porteña.. Es que soy extranjera. Cuando era una infante, me gustaba ir de brazo en brazo; en la niñez, de casa en casa; en la juventud, de café en café. Todos los lugares me atraían, y en cuanto pude tomé un avión sin pasaje de vuelta. En parte tuve que hacerlo a la fuerza, si quería seguir estudiando lingüística, pero yo había decidido hacía mucho que iba a vivir en otras ciudades. En ciudades grandes, en verdaderas ciudades, solamente. Una verdadera ciudad es grande y más bien sucia, por el trajinar continuo de la gente, tiene barrios muy diferentes entre sí, mucha agitación, ruidos insoportables, bares, tiendas, cines, borrachos, parques maravillosos donde no conviene entrar de noche, túneles, escaleras, amplias avenidas (recuerdo un verso cursi de mi profesor Guillermo de Torre: “Madrid, ábreme los escotes de tus avenidas”), hoteles de lujo, hoteles familiares, hoteles de mala muerte, estaciones de tren, un subterráneo que abarca todas las calles, como una araña gigantesca, y puerto, puerto y ratas y marineros. Nací al lado del puerto, escuchando las sirenas de los transatlánticos. Las ciudades grandes, las que me gustan, tienen rascacielos, terrazas llenas de gente, galerías de arte, museos, ópera, varias universidades, noches plácidas en barrios tranquilos, noches que nunca duermen en barrios de juerga. Tienen olores, muchos olores. Buenos Aires despide un inolvidable olor a agua podrida, que ahora se nota menos que antes, porque han construido mucho sobre el río. Chicago tiene olor a gaviotas, a viento, y, en invierno, a hielo; Madrid tiene olor a pinos y a romero, en sus mejores días; Nueva York tiene olor a comidas exóticas, a ajo, a mar y a ostras, a plástico y a perfumes de lujo. Conozco otras ciudades, pero no las he vivido, aunque a veces he pasado semanas o hasta meses en Barcelona, en París o en Venecia, y he bajado a comprar el pan por la mañana. Pero yo considero que vivir en una ciudad es trabajar en ella, o al menos buscar trabajo en ella. Todo lo demás es turismo, y el turismo no permite conocer las ciudades, es nada más que un abrazo con la ropa puesta.
Madrid fue la primera ciudad extranjera en que me establecí para vivir, o sea para estudiar y buscar trabajo y morirme de hambre si era necesario, sin contárselo a mis padres, que me hubieran mandado una vaca por correo, en la mejor tradición de la burguesía argentina, que viajaba por Europa con su vaca. En el año 1973, cuando llegué, Madrid no era todavía una gran ciudad, al menos comparada con Buenos Aires. Me di cuenta de que podía ir andando a casi todas partes, y eso me desilusionó un poco. Encima, Franco. Mis profesores en la Universidad de Buenos Aires (el ya mentado don Guillermo, Claudio Sánchez Albornoz, Manuel Lamana, y hasta el médico que atendía a mi familia, el doctor Isidro Vahamonde) me habían hablado ya del franquismo. El cura vasco con el que yo me confesaba en los años inocentes, me decía cuando me daba la absolución, “Recuerda, niña, que viva la República y que muera Franco”. A causa de eso mis padres me explicaron la guerra civil cuando yo tenía seis años. Pero en Madrid encontré el Ateneo, y allí estaba a mis anchas. Recuerdo la biblioteca ardiente, recuerdo que se me pegaba el cuerpo al sillón de cuero, y recuerdo las ventanas que daban a un patio, y los vencejos enloquecidos. Yo leía ávidamente y era feliz.
De mi primer año en Madrid, ahora que han pasado más de treinta, recuerdo ante todo el Ateneo y los vencejos, los libros y revistas que yo leía buscando un campo de estudio dentro de la lingüística (lo encontré), el olor a frito maravilloso de los patios de las casas, y recuerdo que me moría de hambre. Perdí diez kilos en unos meses, y me ataba los pantalones con una cuerdita. Se me hizo un hoyo en la punta de la nariz, de tan flaca que estaba. Pero el hambre no me desanimaba en absoluto. Estaba enamorada, estudiaba, era totalmente feliz, aunque hambrienta. Un día me metí en el bolso el tarrito de mostaza que siempre había en las cafeterías. Me lo comí con pan, pensando en el Lazarillo de Tormes, divertida. Cuando me pagaron mi primera traducción en la editorial Gredos, me dieron más de lo prometido (exactamente 162 pesetas por página, en lugar de 90 pesetas), porque les gustó el trabajo, y yo salí de allí súbitamente rica. Tenía un montón de billetes en la cartera, pero en lugar de irme a mi casa y compartir mi alegría y el dinero, me tomé un autobús hasta la Gran Vía, entré en uno de esos bares de tapas que tienen todos los mariscos expuestos en los escaparates, y me di un atracón.
Nunca pude, sin embargo, pese a la generosidad de la editorial Gredos, comprar comida suficiente, ni yo ni mi novio, que estaba en las mismas, ni mis queridas amigas argentinas, que ni siquiera tenían la editorial Gredos. Compartíamos dos naranjas entre cuatro, y yo soñaba con los quesos, pero me limitaba a tocarlos en el supermercado, a ver si estaban bien estacionados, e irme sin comprar ni un pedacito. En Buenos Aires, aunque era una hija mimada, tampoco tenía dinero a mi disposición, y trabajaba muchas horas para poder comprarme libros. Yo estaba acostumbrada a desear, y las ciudades son para mí lugares de deseo, porque todo está allí, expuesto como los mariscos aquellos, fuera de mi alcance. De esto resulta que para mí una ciudad, una verdadera ciudad, tiene que hacerme desear mucho, o no es una gran ciudad. Tiene que superar mis fantasías, tiene que ofrecerme más de lo que yo puedo imaginar. Es un requisito. Acabo de verificarlo en este viaje a Nueva York. En las ciudades, y más que ninguna en Nueva York, están los centros de poder y de éxito, en las librerías los libros que acaban de salir y ya son famosos, en las galerías de arte objetos nunca vistos. Las tendencias, las modas y los gustos se hacen por la calle. Los hermosos y los famosos se mezclan con los borrachos y los destruidos, el lujo convive con la peor miseria, y la vida con la muerte, a cada instante. Todo a la vista. Las ciudades captan, modifican y comercian la imaginación humana, y la ofrecen bajo muchas manifestaciones, algunas fascinantes e inalcanzables. En las ciudades se aprenden nuevos deseos, se vive mirando y chocando, sufriendo y descubriendo, reaccionando a miles de estímulos. En las ciudades se conoce mejor la soledad.
Hay que desear, para mantener la ilusión de un futuro. Cumplí algunos de mis deseos. En Buenos Aires aprendí la euforia de esperar siempre algo, la sumisión del estudio, el placer de la amistad y los sueños compartidos. En Madrid escribí mis primeros libros y conocí maestros y amigos que cambiaron mi vida. En Chicago, la ciudad más esquiva y difícil para mí, recibí el estímulo necesario para ir descubriendo mis verdaderas vocaciones, y ahora me siento en casa. Me siento en casa en las ciudades, porque me siento en casa en el deseo, en el barullo de la vida, en la diversidad de la gente, de la comida, de las lenguas. En realidad no soy de ninguna parte sino de esta fascinación, y por eso puedo seguir agregando ciudades y viviéndolas plenamente, como una verdadera extranjera, que está atenta a todo, que mira con ojos siempre sorprendidos, que se siente de paso por la vida y por los afanes de la vida, pero apasionadamente de paso.
GRACIELA REYES