No sé qué día es hoy. La casa ha vuelto a la tranquilidad de siempre y sin buscarlo, como ocurren estas cosas, me he vuelto a enamorar.
Un amor imposible. Son los que más duran y los que más disfruto. No sé cuántos tengo pero este último reemplazará a James Dean. Creo que es la primera vez que traiciono a uno de mis amores eternos por otro, pero el joven James lo entenderá. Los dos tienen bastante en común: Glenn Gould tiene más talento, sin lugar a duda.
Echémosle la culpa al azar, ¿por qué no? Me iba a la cama cuando aparece en pantalla la figura enigmática del pianista: su desgarbo, el flequillo y los ojos entreabiertos, grandes zancadas, su encantadora forma de hablar...Y luego, sentado en su silleta, extiende sus bellas manos y acaricia las techas del piano. Despierta en mí esas emociones que sólo sentía en mi adolescencia; y cuando eso ocurre sé que pasará a la lista de amores imposibles y eternos, que no es muy larga, ¿eh? No crean que soy tan boba. Aclararé que todos están muertos. Pero es mejor así.
Les voy a dejar tres videos: el que anuncia el documental que acabo de ver . Acaba esta entrada con un excelente ensayo de Pablo Jauralde.
Genius within: The inner life of Glenn Gould
Bernstein habla sobre la adaptación de Gould del Concerto No.1 en D minor de Bach
Para los valientes: el documental en su extensión que pueden ver hasta el 11 de enero, día de mi cumpleaños, fecha en que PBS lo quita de la circulación
Watch the full episode. See more American Masters.
GLENN GOULD (REC II) Variación y Creación
Pablo Jauralde.
Devolví los primeros discos que había adquirido de Glenn Gould (1932-1982) porque tenían un ruido de fondo; si se escuchaban religiosamente, se oían los tarareos con que alguien acompañaba la grabación. Solo más tarde supe que era una de las características de las interpretaciones del pianista canadiense, tenido hace treinta o cuarenta años como un iconoclasta de poco valor, que canturreaba mientras grababa. Luego aprendí a degustar las diferencias con grabaciones consagradas, sobre todo en los casos de Mozart, Bach, Richard Strauss… Cuando RNE, la clásica, le dedicó todo un ciclo, entendí muchas más cosas sobre el arte de la interpretación y dejé de buscar grabaciones de los nocturnos de Chopin. Glen Gould no interpretaba a Chopin y se horrorizaba con los Beatles. Con respecto a los de Liverpool no le había dado tiempo a un desplazamiento estético que le permitiera aceptar el nuevo canon de la estridencia. Lo de Chopin tiene más enjundia y está relacionado con sus exquisitas y obsesivas interpretaciones de las variaciones Goldberg, de Bach, o de algunas páginas beethovenianas, a las que sí que volvió, y con su estética musical.
El arte de la variación resulta un principio de creación que puede convertirse en algo mecánico o puede desarrollarse de modo casi infinito. Es decir: la variación parte de un lugar conocido y se enhebra, riza, reproduce hasta fronteras cada vez más alejadas, más ricas. El arte de la variación controla, por tanto, los límites de la creación, sabe cómo se originó, hacia dónde puede ir y expandirse: produce una sensación potencial de libertad inconmensurable, pero desde una raíz conocida y un desarrollo racional, que puede contabilizarse, como en las matemáticas, ciencia con la que se emparenta íntimamente. A quien le gusta ese ámbito para la creación puede producirle vértigo, desazón o disgusto el gesto creador contrario: el arte de la inspiración abierta que comienza instalándose –o pretendiéndolo—en terreno virgen y va, a cada paso, elaborando un discurso nuevo: por eso Gould no interpretaba a Chopin, ejemplo sublime casi de lo que con “romanticismo”, llamamos arte de la inspiración. O por eso prefería a Paul Hindemitch y no a los vanguardistas: el final de la tradición frente a la experimentación.
En realidad al arte de la variación le gustaría llegar tan lejos, tan lejos que la variatio final pudiera tomarse como el final de la inspiración, la cumbre de desasosiego, perversión lógica, hondura metafísica y otras lindezas a las que llega el mejor de los románticos.
Sobre el arte de la variación, ya conformado, se ha llegado a crear todo un universo literario, que Borges es quien mejor lo ejemplifica, y toda una teoría estética, que he visto desarrollarse a mi alrededor, venida de los oulipianos, con llamativas incursiones hacia la narrativa, la poesía, la teoría estética… Es a veces difícil de distinguir de la obsesión estética, que reitera un motivo de mil maneras distintas (las catedrales de Monet; los álamos machadianos, el concierto en re de Stravinsky…); pero otras muchas se manifiesta paladinamente como credo (las variaciones estéticas de Quenau, los anagramas, el último libro de Roubaud, etc.) que al cabo se manifiesta también como obsesión. De manos de la variatio vuelve la métrica, el juego, la novela policiaca, el desafío del suspense o las trabas para el lector… La teoría estética de la variación absorbe todo, fagocita todo, bien sea como impulso creador, bien como reflexión crítica que encuentra sus huellas por doquier Y esta querencia estética, ¿a qué se debe? ¿Opera mecánicamente en Ravel o en Bolaño? ¿O es más bien el resultado de un posicionamiento ideológico que esté en la base de la creación? Al creador que ejerce su tarea como el resultado de un juego potencial parece que le gusta partir de su mundo físico, controlado, seguro y que solo admite un más allá razonado, al que retraerse o que descubrir, y parece sugerir que esa expansión es más rica y valiosa que el alarido metafísico o el llanto romántico. Incluso muchas veces, sobre todo en relatos, tiene una marcada preferencia por el relato cercano al reportaje o la crónica (las 600 páginas de mujeres muertas en Ciudad Juárez, de Bolaño), prefiere retraerse a los límites de una objetividad, que tomada con rigor, le permite alcanzar grados de libertad de los que probablemente desconfía si se va por otros caminos. Es una fenomenología muy peculiar.
Parece que hemos hablado de Glen Gould y de los oulipianos y, sin embargo, nos hemos ido al quicio de toda teoría del conocimiento bien trajeada, pues sobre esa disyunción de lo objetivo y lo subjetivo vienen a caer todas las meditaciones: digo o veo, hablo o callo, escribo poesía de la experiencia o metafísica, me borro como autor o me entrego a mi obra, y así hasta el infinito, sea cual sea el ventanuco al que me asome. Por eso hemos e volver al lugar de la creación, nuevamente: paso a paso desde aquí o a saltos intentando llegar lo más lejos posible, incluso a donde no se puede llegar.
Glen Gould se ajusta en este sentido al prototipo de artista a quien perturba tanto como atrae la sensación de creación abierta; la reciente biografía, minuciosamente trazada por Kevin Bazzana, y sin demasiadas concesiones hagiográficas, pero con evidentes ramalazos de admiración, nos le muestra casi siempre aferrado a un quehacer artístico controlado, en cuyas manifestaciones se ha huido de contagios románticos y sentimentales, que, sin embargo, continuamente le atraen, y entonces intenta desvirtuar las interpretaciones clásicas, o que disfraza mediante un artilugio diabólico: la interpretación controlada de las músicas románticas; o la modernización inusitada jugando a crear efectos controlados sobre obras que se crearon apasionadamente. Es decir, aun asumiendo la estética de la variación, el arte sabe romper esquemas, encender expresiones y recorrer caminos nuevos.
El número 6 de la REC, bajo la batuta de un oulipiano fervoroso, Pablo Moíño, es una excelente demostración.
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