Eran
los años en que el asignado “padre spiritual” te cogía la mano – la suya suave
y turbia – mientras te susurraba que ,
por no tener madre, necesitabas amor… ¿Y quién te lo brindaba? Esa mano de reptil
de la que te deshiciste con timidez. Te preguntó si te masturbabas. Ignorante de ti… le preguntaste qué era eso.
El te lo quiso explicar pero, con sus primeras palabras, atravesabas ya el salón
donde os encontrabais y saliste a la calle. El corazón encogido y -- como cuando
eras niña -- andabas a toda prisa sin volver la cabeza en caso de que el
demonio, o cualquier otro monstruo de tu imaginación infantil, te persiguiera. Unos
días más tarde, en la seguridad de lo conocido, le preguntaste a tu tía el
significado de “masturbarse”. Se daba
ella los últimos toques en el espejo – una de esas cenas oficiales – cuando te
miró con alarma en los ojos y un gesto de extrañeza. Al día siguiente se dirigió a la parroquia para hablar con el padre
superior. Nunca volviste a ver al enfermizo y asqueroso agustino; como si
hubiera desaparecido de la faz de la tierra. Tu tía podía con todo! Ahora ya sabes
que – como mucho – lo mandarían a otra parroquia; o lo ascenderían a secretario
del obispo.
Pero tú
no estás libre de pecado, ¿verdad? Anda, cuenta lo que hiciste con el siguiente
padre spiritual. Déjalo, yo lo haré: era joven, cautivador, podría haber sido
actor de cine, pensabas. La segunda vez que te dirigías a verlo te latía el corazón
en las sienes. Con un crayón te habías retocado ese incipiente lunar--- que
nunca se realizó -- en la mejilla derecha. La melena reluciente y lacia te caía
des-cuidadamente sobre un hombro. Era la
hora de la siesta; tocaste el
timbre de aquel fresco patio andaluz. Lo
cruzó una joven criada que se arreglaba el pelo y se tocaba las mejillas con la
palma de las manos; seguro que la despertaste. Te condujo a una sala sombría
rodeada de libros y una mesa oscura con sillas incómodas. Entró el padre
Javier: el pelo encrestado y la cara ardiente…seguro que también lo despertaste
de su dulce siesta; y todo para decirle cuatro bobadas: que si la mentira, la
pereza…Ahí estabais, tú pensando si habría notado tu lunar y él maldiciéndote
por haberlos sacado de la cama. Sí,
idiota, “haberlos”. Ya, ya sé, te diste
cuenta cuando volvías a casa -- avergonzada y borrándote el supuesto lunar --
jurando que nunca jamás tendrías relaciones con curas; y casi lo cumpliste!
Pero,
como no hay dos sin tres, habrá que mencionar al padre Agustín: alto, moreno,
de nariz aguileña y voz profunda, en sus cuarenta. Daba grandes zancadas y su
hábito volaba tras él…Dirigía el coro: allí
te encontrabas porque estabas colada por Javi que no te hacía caso porque su
mejor amigo, Rafa, estaba colado por ti
y a quien, por consiguiente, detestabas.
El
padre Agustín te propuso (¿sospechaba él que te atraía, o me vas a decir que
era una figura paternal para ti?) que si te metías a monja te regalaría una
foto suya. Sé que esto te confundió; tú creías que al ser monja se acababan las fotos, entre otras muchas cosas.
Pero, como tonta que seguías siendo, no te enterabas de lo que para tu tía era
obvio: “!Lo que quiere el cura es verte en bañador, de modo que no vas a la excursión”.
Tu tía -- santa mujer de Dios-- que no te dejó ver una película de dieciocho años
hasta que cumpliste veinte, llevaba razón, ¿o no? ¡Claro que la llevaba! ¿Recuerdas aquel día en la playa? Sentada
estabas en la toalla pensando si entrar en el agua o no cuando viste al padre Agustín
en bañador, ¿sería posible? Se te encogió el estomago. Volviste la cabeza hacia otro lado, su mirada rebuscaba en tu cuerpo . Plegaste las piernas hasta que tocaron tu barbilla; querías
desaparecer…El pasó por delante de ti acompañado de uno de los chicos del coro
que con diecisiete años tenía barriga de uno de sesenta y una cara de bobo
que cuestionaba el tamaño de su celebro…Si no te metías a monja el padre Agustín
te lo tenía destinado como marido. ! Tú lo sabías! Era su castigo por estar enamorada del chico más guapo del coro.
Antes
de dejar aquella querida ciudad quisiste despedirte de él; no tienes arreglo…
El demonio volvía a tentar de nuevo al padre Agustín . Lo turbaste cuando supo que te marchabas.
Como recuerdo te iba a regalar un libro. Cruzó el patio, cabizbajo y con menos
aire en la sotana. Tú esperaste,
esperaste largo tiempo; más del que tendrías que haber esperado… Por fin te
dabas cuenta que el Padre Agustín no volvería con Los Evangelios.
El
padre Agustín no sabía cómo despedirse de ti, se le ocurrió a tu romántica y
loca cabeza. Sentiste tu culpa en lo más hondo del alma, si es que tenías
alma... Ahora sí, ahora sí que no volverías a tentar a otro cura.
Sé que cumpliste tu promesa. No volviste a pisar una iglesia.