Lo que les voy a narrar no es un cuento; lo vivimos ella y yo cuando tendríamos unos once años. Izar iba a entrar en un internado en enero, bueno… internado…era más bien un orfanato del estado. Yo había entrado en septiembre.
Vivíamos en la misma calle, mi padre acababa de morir. Mis dos hermanas y mi madre tenían que trabajar y no querían dejarme en casa sola. Una asistente social nos recomendó un colegio de monjas de unas cien alumnas divididas en dos grupos: de 16 años hasta los 20 y las de 10 hasta los 15. Lo mejor de todo era que en verano las monjas llevaban a la playa a unas cuantas niñas. Cuando se lo dije a Izar se le abrieron los ojos como platos. Nunca había visto el mar. También, si eras lista, las monjas te mandarían a hacer el bachiller superior al instituto local.
Antes de mi partida Izar me prometió que nos encontraríamos para ir a Almería; estaba totalmente convencida. Yo le dije que no admitían alumnas a mitad de año… Ella se inventaría algo. Me hizo prometer que no le dijera a nadie que sólo quería ver el mar.
En noviembre, un día cuando salíamos de la capilla de oír misa, en la antesala de la superiora estaba Izar con su tía. Ella me hizo un gesto con la mano mientras sentada daba saltitos. Sor Aurora, grande como la reina de espadas, blanca, de ojos azules como ningún andaluz de nuestra edad había visto en su vida…daba miedo.
Después de misa siempre íbamos derechas al comedor. El menú consistía en café con leche y pan. Oraciones antes y después del manjar. Un poco antes de la oración final Sor Aurora entró llevando de la mano a Izar. Su pelo a lo cleopatra, corto y negro como el carbón, Los ojos espantados y la punta de la lengua fuera pasándosela por el labio superior. Era un año menor que yo -lo que la hacía la más pequeña del colegio. La superiora sólo dijo unas palabras: “Izar es vuestra nueva compañera” y salió. Sor Pilar, la encargada de las mayores, la cogió por los hombros y la llevó a una de las mesas.
No la vi hasta más tarde. Después del desayuno teníamos asignado limpiar el colegio: a mí me tocaba recoger del centro del jardín todo lo que no fueran chinas y tierra, y fregar los bancos de mármol. Me preguntaba qué le asignarían a Izar. La sorpresa llegó cuando el silbato nos llamó a nuestras clases. Ella siguió a Sor Pilar a la clase de las mayores. Gran desilusión, yo quería que estuviéramos juntas.
Más tarde Izar me explicó que estaba asustada. No le llegaban los pies al suelo cuando se sentaba en el pupitre y todas las estudiantes --algunas de dieciocho años-- sabían mucho. Habían hecho un gran error. Sor Pilar le aseguraba que no se preocupara que la habían puesto ahí porque leía muy bien. Izar, casi llorando, me decía: “No sé dividir, no sé dividir!, sólo he leído tebeos y cuentos de hadas…" Pero lo cierto es que, como todas las alumnas, acabó fascinada con Sor Pilar...Creíamos que era santa.
Julio llegó y en Almería estábamos...un poco desilusionadas. Éramos unas treinta. Nos alojábamos en la parte alta de uno de los hospitales de la ciudad. En varias habitaciones habían puesto colchones en el suelo, unos cuatro por habitación. Lo más agradable del sitio era el aire que se respiraba desde la terraza, donde pasábamos las noches cantando y jugando con las monjas. Las habitaciones olían a medicamentos pero sólo pasábamos allí el tiempo de la sienta y la noche. Izar y yo éramos compañeras de cuarto.
Así fue como, una vez más, Izar me contó la historia de su primera comunión. Según ella, el párroco había decidido que la debía hacer un año antes, por las mismas razones: sabía leer y escribir muy bien. Izar me dijo que su madre estaba enferma y todos querían que hiciera la comunión un año antes porque su madre se iba a morir muy pronto y no porque era muy lista.
Lo mágico de esta primera comunión eran los pendientes. Izar los llevaba puestos siempre, incluso en Almería. Su madre se había empeñado en comprarle los pendientes más preciosos que pudiera encontrar en la ciudad. Izar recordaba que de vez en cuando, por la tarde, su madre y ella iban al taller del joyero y le dejaban uno de los plazos fijados para pagar los pendientes.
Cuando Izar vio los pendientes pensó que tenían la forma de la farola que alumbraba
la esquina de su casa. Su mamá insistía en que los cuidara. Tenían esmeraldas y perlas…eran valiosos para Izar porque eran muy antiguos y su mamá había tardado más de un año en pagarlos. Cuando yo la miraba, los pendientes me parecían hacerla una princesa, algo especial. Creo que ella se sentía así también, la magia de los pendientes, el último esfuerzo que su madre hizo por ella.
Una tarde, durante la sienta, observé con horror que de una de las orejas de Izar colgaba sólo el enganche de su pendiente. La esmeralda con las perlitas, en forma de farola, había desaparecido. No sabía cómo decírselo, pero fue ella quien me preguntó qué ocurría… Aquella noche rezamos el rosario por Izar y por su madre, "para que el dolor las uniera en el sufrimiento de Cristo". Vi que Izar andaba en su mundo, triste, ensimismada, no rezaba. Pasó toda la noche llorando. Ni ella ni yo pudimos dormir; ella por su gemidos y suspiros, yo porque los escuchaba en silencio.
Al día siguiente todo volvió a la normalidad. Izar se había quitado su pendiente y el resto de lo que quedaba del otro y se lo había dado a Sor Pilar. Quizá algún joyero lo podrá reproducir en el futuro, le decía Sor Pilar cariñosamente.
Llegamos a la playa y como de costumbre algunas se pusieron a ordenar los albornoces, otras a hacer los hoyos para los postes de los toldos. Yo no recuerdo lo que hacía, sólo recuerdo a una de las niñas que corría hacia Sor Pilar gritando "Sor Pilar, Sor Pilar". Llevaba algo en la mano…. ¡llevaba el resto del pendiente de Izar! Lleno de arena y casi irreconocible…lo había encontrado en el fondo del hoyo que le habían asignado.
Todas andábamos en algarabía. La menos sorprendida era Izar. Cuando volvimos a la residencia- hospital, después de habernos duchado con la manguera… y durante la sienta, Izar me dijo: “Mi madre. Lo encontró ella!”