Anoche, Grillo, con su comentario sobre la sensibilidad femenina en el hombre y viceversa en la mujer me hizo recordar una historia de Las Encebras que tenía por completo olvidada. Realmente no sé cómo a la edad que tenía podía captar estas sutilezas, a veces, y brutalidades otras.
La del Largo, no recuerdo su nombre, llamémosle María; tampoco sabía por qué “el Largo”, era un tarugo… pero me enteré más tarde. Maria era una mujer alta y robusta mas de lo que se acostumbraba en ese tiempo y esa zona. Algo que la hacía diferente eran sus ojos verdes y el pelo rubio, difícil definir el color del pelo porque lo llevaba grasiento y cogido en una cola baja. Su piel clara y de mejillas rosadas, brazos y manos grandes, también los pies…llevaba las alpargatas en chanclas porque no encontraba su medida y zapatos de hombre en el invierno.
Parecía una de esas serranas del Arcipreste de Hita. Pero amable y le gustaba hablar conmigo…siempre tenía algo que ofrecerme. Sus dos habitaciones estaban adosadas a la muralla pero por fuera, había que dar media vuelta, larga para mí, para llegar allí. María tenía dos niños, uno que andaba y el otro que todavía gateaba. Los llevaba con una camisetilla… pero nada en el culete porque no habían aprendido a pedir caca y pipi. No tenía pañales, decía ella. Nos sentábamos en el escalón y ella como otra niña me escuchaba y se reía a carcajadas (no sé de qué hablaríamos; yo tendría por entonces diez u once años) mientras los niños jugaban en la tierra, junto con las gallinas, con caras suicísimas y el pelo casi albino.
Todos la criticaban por lo vaga y ‘marrana’ que era. Se le veía poco por el arroyo lavando. Siempre que leo Pascual Duarte (novela que me recuerda las condiciones físicas de la época que describo) mi escenario mental se sitúa en la casa y la puerta de María. Me hacía reír y me quería. No me gustaba que hablaran mal de ella…pero tampoco la defendía.
Llegué un verano y como siempre correteé los caminos para ver a los vecinos. Fui a la casa del señoriíto y me presentaron a la mujer de un nuevo jornalero que habían contratado… Virginia. Decían que venía de una buena familia de Granada; se había casado con un hombre
–pude comprobar-- también diferente a lo acostumbrado por allí: amable, bien hablado, como si hubiera estudiado, rubio y modesto, pero impecablemente vestido. Virginia tenía las facciones de una muñeca y como tal vestía. Llevaba una blusa blanquísima, almidonada, una falda semilarga y un delantal bordado por ella misma. El pelo negro recogido en la nuca con una especie de buclé a su alrededor. Se movía como una reina y su fragilidad te hacía pensar que se podría romper de un momento a otro.
En la casa (los cercanos a la casa del señoriíto tenían casas) la mesa camilla graciosamente vestida y el sofá, en forma de ele cubierto por mantas alpujarreñas, como las de mis tías de Montejicar. Los cojines, con los bordados de ella, contrastaban con la gama de colores de las mantas. Las paredes olían a recién blanqueadas, al igual que la chimenea. Unos platos y tazas adornaban la repisa. Era la única casa que tenía cortinas y unas macetas de
geranios a la entrada de la casa. El marido era el único que, en bicicleta, volvía para comer al medio día con ella, luego regresaba de nuevo a los campos.
Pensando en Virginia iba de camino a la casa de Maria. Cuando llegué me quedé pasmada: la casa estaba limpia, la cama hecha y un pequeño mantel cubría la mesita rectangular en la habitación. Los niños estaban creciditos y los llevaba lo limpios que se pueden llevar en el campo, donde la tierra y las piedras eran los únicos juguetes. Pero el mayor cambio era Maria misma. Llevaba el pelo brillante, de un rubio grisáceo…recogido en la nuca… como Virginia. Su blusa con graciosos bordaditos y un delantal a cuadros. Inmediatamente me di cuenta que Maria había sufrido el impacto de Virginia. Recuerdo que hablamos de la nueva vecina. A Maria se le iluminaba el semblante y parecía una chiquilla recién enamorada. Según Maria, Virginia había llegado hacía un mes y ya le había enseñado recetas para cocinar el conejo y las perdices.
Una noche me despertó un alboroto: gritos y lloros. Pensé que alguien había
muerto. Mis tíos y primos en sigilo salieron de la casa. Mi tía se asomó -abriendo una rendija- a mi cuarto; me hice la dormida. Encogida de miedo esperé hasta que volvieron ya de madrugada. Escuchando me enteré que el marido de Maria le había dado una paliza tan grande qu
e no la podían levantar del suelo. Habían llamado a la guardia civil y al médico. La razón: su marido la acusaba de querer engatusar al marido de Virginia. Le había arrancado el pelo y roto los mandiles, tirado el mantel y la colcha al corral llenándolo de estiércol y heces de otros animales.
La guardia civil vino y se lo llevó, ella con los dos niños tomó la Alsina
(autobús), dos días más tarde y se fue con sus padres. La habían criticado tanto en el pasado… Ahora todo era contrición y aves marías para que Dios ayudara a Maria. No fue hasta mucho más tarde, años, que una de mis primas del pueblo me explicó que de quien realmente estaba enamorada Maria era de Virginia…No supe que pensar.
Ninguno de los problemas que se presentan aquí se ha solucionado: el abuso físico y sexual de la mujer. La pobreza, falta de nutrición y educación en la población infantil, los prejuicios contra la inclinación sexual que no sea la tradicional. Y la explotación de los campesinos asalariados.