A M O R E S DE P E R R O S
La primera Tana de la familia y mi hijo Dan en su primer cumpleaños
Inventé miles de excusas para no tener ese perro que tanto deseaban mis hijos desde pequeñitos. A los catorce años uno de ellos pasó un semestre en España, por aquello de que no olvidara su español y refrescara las costumbres maternas. Parece que lo que mejor hizo durante el semestre fue cuidar a Cher, una perra Shih Tzu a la que mimaba y bañaba los fines de semana. Cuando el chaval volvió a casa, mi familia - desde España - insistió que un perro sería la solución para convertir a 'the wild Yankee' en un cariñoso y disciplinado niño español. Aunque yo sospechaba -- vaya, estaba segura-- que los cuidados y cariños a Cher no eran otra cosa que haber echado de menos a su "mamá", nos fuimos sin pérdida de tiempo en busca de nuestro primer Shih Tzu, Toby, ahora camino de sus 17 años.
Aquel verano Toby paso más tiempo en mis brazos y en los de mi hijo Pab que en el suelo. En septiembre todos teníamos que volver al colegio. ¿Qué haría este cachorrillo t
antas horas solo en casa? Se me partía el corazón. Después de un par de días de rondarme esta pregunta, solucioné el problema: le encontré una hembrita blanca y color canela a la que llamamos Tana. Felices vivieron por un tiempo, esperando diariamente nuestra vuelta a casa, hasta que le llegó a Tana su primer celo. Era penoso ver lo desquiciados que andaban los dos, y el resto de la familia también, evitando lo que parecía inevitable. Tana era muy joven para quedarse preñada. Pero ella no se daba cuenta y perseguía -- con sus ojillos como lunas llenas y su lengüita fuera-- al extenuado de Toby que, por mucho que deseara la unión, a veces se escondía debajo del sofá cuando veía venir a la pelirroja. Era demasiada la lucha que mantenía, entre el reclamo y la prohibición que nosotros le imponíamos.
Decidimos que esta situación no se podía volver a repetir. Había que castrarlos. El veterinario lo recomendaba, aludiendo incluso a los beneficios médicos del procedimiento: evitar el cáncer de mama y el de próstata. Yo
estaba a favor de hacerlo lo antes posible, pero los hombres de la casa se ablandaron arguyendo aquello de "lo cruel para Tana de no pasar por la experiencia de ser madre". Me mantenía firme; después de haber tenido yo dos partos difíciles, no creía que la experiencia fuera nada especial. En fin, que como a los cachorros no se les debe separar de la madre durante los primeros dos meses, y sabía que me tocaría todo un verano de intenso trabajo y cuidado: son en esos primeros meses cuando se les entrena a salir fuera para hacer sus necesidades, a comer y respetar los espacios de la casa etc., me resistía. Pero vencieron ellos.
Así nos encontramos Tana y yo una larga noche, mientras los hombres dormían, pariendo. Me había instruido bien sobre el asunto. Tana fue una parturienta ejemplar. No supo qué hacer con el primer cachorro: se lo limpié y se lo puse delante; ella lo lamió y se lo acurrucó. Los siguientes fueron llegando espaciados casi una hora, a todos le rompió la membrana y los limpió diligentemente. Ni un gemido. Cada vez que se acercaba la llegada de uno me miraba entre suplicante y agradecida. Esa noche se produjo un vínculo especial entres las dos que ni con su muerte ha desaparecido.
Después de dos meses con este manojo de juguetes vivientes no pude darlos todos. Nos quedamos con Chiqui y una de las hembras--la más inquieta y saltarina--se la dimos a nuestra amorosa tía Florence. Florence tuvo en su juventud uno de los primeros Shih Tzus que llegaron a América desde Inglaterra. La historia de estos perros es interesante, siendo favoritos del emperador, estuvieron a punto de desaparecer con la revolución comunista.
A sus ochenta años le ofrecí a Florence la adorable perrita. Ya había jurado ell
a que nunca más tendría otro perro. Cuando la vio, emocionada y llena de dudas, insistía en "cómo, a mi edad, podría cuidarla" y otros lamentos parecidos. Quedamos en que probara
un par de semanas y si no podía me la traería.
Hace años de esto.
Estas últimas semanas Florence las ha pasado en una clínica de rehabilitación física, sus piernas empiezan a fallar, nada serio para - por lo demás - una joven de 95 años. Más preocupante es la salud de su querida Tara. Su corazón se debilita y el veterinario piensa que no durara mucho más. Esta noticia nos llegó mientras Florence estaba hospitalizada y nos alarmamos. Existía la posibilidad de que la perrita muriera antes de que ella fuera dada de alta. Había que prepararla y temíamos lo peor.
Nos ha sorprendido. Asomándole unas lagrimas ha dicho: "hemos tenido 15 buenos años juntas". Este sereno comentario sobre la cercana muerte de su compañera me confirma lo que sospechaba, la aceptación de su propia muerte. También en el gran apego a este animal que tanta compañía y cariño le ha dado. Cientos de veces me ha hecho prometer que si le pasara algo a ella yo me encargaría de la perra. Ahora, la posibilidad de que Tara muera antes parece ser un alivio para Florence.
Morir sabiendo que no dejas nada tras ti que te retenga debe de ser un gran regalo
Gringo, un perro sevillano (ver comentarios)