Graciela Reyes no necesita presentación. Para los que se pasen por aquí, por primera vez , pueden ver - al final - la lista de narraciones publicadas en nuestro blog desde sus inicios. Vuelve Graciela con las aventura de SCHUBERT, un gato con gran personalidad que no nos deja de sorprender. Quién tuviera un animalito como éste por casa, y no tener que morderse la lengua.
Viajé a Puerto Madryn para visitar a mi cuñada y mis sobrinos. En el aeropuerto los chicos me dijeron que ese día había llegado la primera ballena. Se había acercado al muelle, a echar una ojeada a los humanos, como siempre hacen las ballenas. Me alegré de llegar el mismo día, era un buen augurio. Yo no las tenía todas conmigo, francamente. No era culpable de lo que les había pasado, por supuesto, y me sorprendí tanto como ellos al enterarme, pero de todos modos estaba un poco incómoda. Hasta me sentía conciente de ser muy parecida físicamente a mi hermano, algo así como mi hermano con peluca, según decían. Mal momento para ser mi hermano con peluca, cuando él acababa de dejar a su familia. Mi hermano, que es psiquiatra, un buen día se había ido sin dar explicaciones, pero todos sabían que hacía tiempo que se veía con una paciente suya, una joven maníaco-depresiva, según su propio diagnóstico, que había dejado escrito en el legajo correspondiente, ahora a la vista de cualquiera en el consultorio abandonado. La chica era muy bonita y entretenida, componía música bipolar, o sea, supongo, música maniática para los entusiasmos y música lúgubre para los bajones, y le iba muy bien y viajaba por el mundo promocionando su obra, ahora en compañía de mi hermano. En sus mails, él nunca me hablaba de ella ni de sus músicas; me contaba, como siempre, jugadas de ajedrez, y a veces comentaba algún libro que estaba leyendo. Yo ni siquiera sabía en qué país estaba. Cuando le conté que iba a ir a visitar a su familia, solamente me dijo no se te ocurra defenderme que te va a ir mal.
Yo no fui a Puerto Madryn para defenderlo, por supuesto. Hice el viaje porque quería mostrar a mis sobrinos que si el padre no era de fiar, la tía sí lo era, que ella era la de siempre. Los chicos estaban en plena adolescencia y supongo que tenían la peor opinión de sus padres, de ambos, pero yo quería tranquilizarlos. Mi hermano y mi cuñada habían formado un matrimonio feliz, o al menos eso era lo que parecía, y yo atribuía su felicidad a que cada uno hacía su vida: él pasaba las noches jugando al ajedrez y tomando té con su gato, llamado Schubert, y los días trabajando en el consultorio. Mi cuñada, a su vez, se pasaba las noches durmiendo a pierna suelta y los días trabajando como contadora pública y cuidando el jardín. Pero está visto que los matrimonios no perduran ni siquiera con los mejores métodos de convivencia.
Mi cuñada y los chicos me recibieron con mucho cariño, como si nada hubiera cambiado. Yo me alojé prudentemente en un hotel, pero esa misma noche tuve que visitarlos en su casa, no tenía escapatoria. Lo más difícil de entender no era que mi hermano se hubiera enamorado de una paciente, ni que se hubiera ido con ella por ahí, dejando a su familia de un día para otro: lo más difícil era aceptar que hubiera abandonado al gato Schubert. Mi hermano y su gato eran inseparables, conversaban por horas, leían los mismos libros, jugaban al ajedrez. Yo me imaginaba (acertadamente, como se verá) que Schubert estaba furioso.
Este gato ha logrado la comunicación con los humanos. Habla con palabras gatunas, no humanas, pero habla, y yo diría que articula, en su lengua, fonemas y morfemas, que mi hermano entendía perfectamente. Nunca lo entendimos los demás, solamente mi hermano. Ni lo entendíamos ni nos caía bien, y él nos correspondía. Mi cuñada, una mujer muy dulce y tolerante, a la que nunca oí hablar mal de nadie, detestaba, sin embargo, al gato, y recuerdo sus sarcasmos mordientes cuando mi hermano se refería a las capacidades comunicativas del animal. En mis visitas a Puerto Madryn sufrí varios desplantes del gato, del que me mantuve siempre lo más lejos que pude.
Cuando llegué para cenar, la primera noche, a la que ahora era la casa de mi cuñada, el gato estaba enrollado en un puf y no se dignó mirarme. Mi cuñada y yo nos sentamos cerca de él, pero no se movió ni sacudió la cola, ni siquiera abrió un ojo, una rendija de un ojo, para mirarme. Mi cuñada charló conmigo de todo un poco, menos del comportamiento de mi hermano. No me dijo ni palabra de él, lo nombró al pasar, con naturalidad, como si todo fuera igual que antes. Pensé que era una dama.
Cenamos todos juntos, charlamos y los chicos se rieron de mis historias, como siempre. Mi cuñada había preparado costillas de cordero asadas, mi plato preferido. Cuando terminamos de comer, mis sobrinos se levantaron de la mesa para irse a sus cuartos a estudiar las lecciones del colegio. Uno de ellos intentó llevarse al gato al piso de arriba, pero el gato expresó su desagrado con un maullido muy breve y terminante, y se quedó en el puf, aunque ahora con los ojos abiertos, uno azul y uno verde. Me atreví a preguntarle a mi cuñada si Schubert extrañaba a mi hermano, y ella dijo que sí, y me preguntó si quería café.
Cuando estábamos tomando el café, el gato se levantó lentamente, se estiró y se bajó del puf con un saltito delicado. Luego avanzó hacia mí, mirándome. Hola, Schubert, dije y
o. Schubert se detuvo frente a mi sillón y se sentó sobre las patas traseras, enrollando la cola. Una postura inofensiva, de gato bueno. Después empezó a maullar, o a hablar, como se prefiera. De sus bigotes, que vibraban, salían sonidos ni gatunos ni humanos, sonidos de tal volumen, que parecían producidos por miles de bigotes indignados, sonidos raspantes, insoportables e interminables. Miré a mi cuñada, buscando ayuda, pero ella cortaba un budín de almendras con cara indiferente. Ya iba a escaparme de allí, taladrada por aquellos maullidos, cuando el gato se calló de golpe. Tu hermano es un grandísimo hijo de puta, dijo entonces mi cuñada, sin soltar el cuchillo. Eso te dice el gato, agregó, con una sonrisa rara.
Si viniste aquí a hacernos creer que todo está bien y que te consideramos todavía parte de la familia, estás equivocada, no te queremos ver nunca más, ni a vos, ni al sinvergüenza hijo de puta de tu hermano, ni a tu madre ni a tu padre, no tenemos nada que ver con todos ustedes y el divorcio va a dejar a tu hermanito sin un céntimo, en la calle, eso te lo prometo.
Es lo que dice Schubert, agregó, ofreciéndome un trozo de budín. Creí que vos no entendías al gato, proferí estúpidamente. Ahora entiendo al gato lo más bien, dijo mi cuñada. El bicho volvió al puf, se enroscó artísticamente, levantó el morro al aire y se durmió. Yo subí a despedirme de los chicos. Al día siguiente me fui. Mi hermano me preguntó qué tal la familia, y yo, para no amargarlo, le dije que todos como siempre, y que el gato hablaba poco.
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